lunes, 3 de septiembre de 2018



Caracas ahogada en el Mar de la Felicidad,

 por Tulio Ramírez


Mi último viaje a La Habana fue en 1997. Cuba estaba viviendo lo que eufemísticamente
 llamó Fidel “El Período Especial”, el cual no era otra cosa que el hambre generalizada 
por la escasez y el colapso de todos los servicios públicos. Se había desplomado la 
“indestructible Unión Soviética”, quien proveía a sus aliados estratégicos en el Caribe,
 desde agujas para coser hasta maquinaria pesada para la cosecha de la caña de 
azúcar. Acabada la manguangua de la ayuda soviética, Cuba comenzó a sufrir la calamidad
 de ser un país improductivo y no acostumbrado a la cultura del trabajo. Esto 
último puede sonar sacrílego a los oídos de las viudas del régimen de los Castro, 
pero es la total verdad.
Tal como sucede hoy día en la Venezuela del socialismo del siglo XXI, los cubanos se 
dieron cuenta hace más de 50 años que el logro de cierto bienestar no estaba asociado
 al trabajo formal por los miserables sueldos que recibían. El gobierno, dueño de 
todo, reconocía el esfuerzo productivo con unas palmaditas en la espalda y una 
condecoración llamada “Héroe del Trabajo”, que no era intercambiable por comida o 
enseres en ninguna de las pocas tiendas de la ciudad. Los cubanos, ante esa realidad, 
apostaron por la economía de esfuerzo, total, ganaban lo mismo quien le echaba un 
camión de bolas y quien trabajaba lo menos posible. En la búsqueda de alternativas para 
conseguir unos ingresos extras, se dedicaron al comercio informal y clandestino. Se 
compraba, vendían o intercambiaban productos sustraídos de los lugares de trabajo.
Durante el llamado “Período Especial”, la cúpula en el poder decidió utilizar el turismo 
como medio para captar divisas. Los cubanos, ni tontos, se arrimaron al mingo. Comenzó
 a desarrollarse un mercado dirigido a los turistas
Uno caminaba por San Lázaro, La Rampa o por la 23, y se le acercaba un “camarada” 
ofreciendo una caja de 20 tabacos Cohiba por 25 dólares cuando en la Tienda para turistas 
tenía un valor de 220 dólares, o cajas de PPG (pastillas a la cual se le atribuían poderes 
afrodisíacos) vendidas a 5 dólares cuando su valor al turista era de 60, o un mesonero 
en Varadero te ofrecía una langosta en 8 dólares, cuando en el menú marcaba 45. 
Proliferaron taxistas que pactaban con el turista paquetes completos, eludiendo a los 
“supervisores del Estado” quienes “chequeaban” cada cierto número de esquinas al 
camarada taxista por si se salía de la ruta establecida. Por supuesto, todos, 
independientemente de su profesión universitaria, querían ser ascensoristas, botones, 
guías turísticos o personal de limpieza en el Hotel Habana Libre, el Nacional, el Neptuno,
 el Tritón o el Saint Jhon’s. ¡Peso o Dólar, Dólar!, esa era la consigna. El Patria o Muerte
 quedó solo para finalizar los discursos
En las tiendas de La Habana no se conseguía nada. La mayoría de los establecimientos
 estaban cerrados o a medio abastecer, pero en los subterráneos del comercio informal 
conseguías todo. A la fecha el gobierno cubano no ha podido domesticar la economía
 informal. Por esta razón ha decido ir poco a poco liberando las amarras e incentivando
 el comercio privado. Partió del principio marxista-leninista tropicalizado que reza 
“si no puedes partir el coco, utilízalo como martillo”. Ahora permiten pequeños negocios 
particulares a cambio de un impuesto.

En Caracas se está reproduciendo esa manera de vivir. Si caminas por los alrededores de 
Quinta Crespo conseguirás que de cada 10 comercios 7 se encuentran cerrados. En los que
 están abiertos hay muy poco que  ofrecer. Farmacias con estantes de 2 metros y solo
 3 botellitas de alcohol y una cajita de  jarabe para la tos; abastos que venden pura 
verdura y velas; carnicerías donde se venden  terminales de animalitos porque no hay 
carne ni pollo; taguaras que venden productos  de limpieza donde el comprador debe llevar
 el envase. Es una zona donde los edificios están tan destartalados como las casas ruinosas 
de La Habana Vieja, y la tristeza acompaña a unos transeúntes quienes, al igual que los 
cubanos, llevan una javita (bolsita) con dos tomates, una cebolla, un huevo y unas 
ramitas de cilantro porque fue para lo que alcanzaron los reales.

Mi conclusión: Caracas, al igual que La Habana, también se ahogó en el Mar de la Felicidad

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