lunes, 22 de julio de 2019



El dólar nuestro de cada día

 por Tulio Ramírez


Por más que los economistas del gobierno se empeñen en explicarle al venezolano que en nuestro país la moneda oficial es el Bolívar Soberano, el día a día se encarga de enfriarles la sopa. La dolarización de la economía se ha hecho tan cotidiana que ya es usual ver transacciones en esa moneda hasta en las situaciones más insólitas.
Por ejemplo, esta mañana vi a un joven mototaxista pagar 4 empanadas y dos maltas con 5 dólares. También he visto a amas de casa pagar con “verdes” el kilo de yuca. Los “Gochos” (moderna franquicia de venta de víveres) están diestros en determinar la convertibilidad de la moneda extranjera, sea en dólares, euros o rupias.
A esa vieja idea leninista de destruir el capitalismo destruyendo su moneda, los revolucionarios chavistas no le han parado ni media bola. Por el contrario, la moneda que destruyeron fue el Bolívar, es decir, la nuestra, no la de los gringos
Algo curioso pasó durante ese proceso digno de “Chacumbele” (el mismito se mató). En la medida en que iban debilitando nuestra moneda, le colocaban nombres que sugerían mayor fortaleza. Cuando se hizo el primer cambio de cono monetario, eliminando tres ceros a los billetes viejos (confesión de debilidad del Bolívar), le llamaron “Bolívar Fuerte” (¿¿??). Luego, cuando ya solo se podía comprar con dólares, imprimieron un nuevo cono llamándolo “Bolívar Soberano” (¿¿??). Vainas de la semántica revolucionaria.
Lo cierto es que el dólar ha estado desplazando al Bolívar Soberano. Como suele suceder en casos de desquiciamiento económico, hay efectos colaterales que pueden ser buenos. Por ejemplo, ya nadie asalta Bancos porque con los Bolívares no llega ni a la esquina. Nadie clona Tarjetas de Crédito, porque no vale la pena tanto trabajo para comprarse una pasta dental, que es para lo que alcanza el límite de crédito.
Ahora se juega ajilei con granos de lenteja de la Bolsa CLAP. Me atrevo a asegurar que no hay ningún riesgo de que se caigan a tiros por una deuda de juego. Por otro lado, se acabaron los rateritos porque nadie carga más de 3 mil Bs encima. Los motorizados ya no arrancan bolsos a las damas. Ya que lo más valioso que pueden conseguir es un tuquito de lápiz labial o una estampita de San Antonio para ver si se hace el milagrito
Paralelamente a los efectos señalados, se han producido otros no tan buenos. Debido a que no hay ingresos de divisas por la merma de la producción del crudo y las sanciones impiden la exportación de otros bienes, ha subido la cotización del dólar a niveles exorbitantes. Cada vez es más difícil comprar un dólar y, como diría mi compadre Giuseppe, “el dólar más caro es el que no se consigue”. Las primeras lecciones de economía enseñan que cuando la demanda se coloca por encima de la oferta, el precio de ese bien tiende a subir.
Ahora bien, con todo este panorama, la gente intenta sobrevivir. Es cierto que las remesas familiares han cubierto una pequeña parte de la demanda, pero el grueso de la población no puede pagar precios en dólares y menos comprarlos. Con estos míseros sueldos, imposible. Resultado, todos requieren de la moneda que les permita acceder a comida y servicios, pero no todos pueden adquirirla. Así, bajo la premisa “la necesidad obliga”, muchos venezolanos se han aventurado a transgredir las leyes, para conseguir los verdes.
Esto explicaría la matraca en el aeropuerto; los secuestros dolarizados; las vacunas en divisas; los gestores cobrando en dólares por legalizar y apostillar documentos; registros inmobiliarios que cobran en divisas para concretar ventas de inmuebles; cobro en divisas para restituir servicios públicos o conseguir alguna solvencia originalmente gratuita.
Al final, el hampa y la corrupción se dolarizaron por completo. Pero a diferencia de los funcionarios corruptos que hasta no hace mucho robaron los dólares para invertirlos o ahorrarlos en el exterior, ahora los roban para cubrir el diario, es decir para pagar la carne, las verduras, el microondas, la cita médica, el implante dental, los cauchos del carro, la reparación de la secadora, en fin todo lo que antes se pagaba en bolívares.
Quizás es por eso, que las viejitas rezanderas de mi cuadra ya no dicen en sus oraciones “…y danos el pan nuestro de cada día”, sino que ahora imploran “…y danos el dólar nuestro de cada día”

martes, 9 de julio de 2019




Dante y El Metro de Caracas, 

por Tulio Ramírez


Hace unos días dedique este espacio al Metro de Caracas. Compartí las peripecias que viví cuando intenté viajar desde la estación Zona Rental en Plaza Venezuela, hasta la estación Antímano, rumbo a la UCAB. Debo señalar que todo lo que narré fue totalmente cierto.
Este preámbulo lo hago porque luego de publicado ese artículo, recibí llamadas de colegas y jodedores (más bien de colegas jodedores), para felicitarme por tanta imaginación y creatividad. Confieso que invertí mucho tiempo para convencerlos de que no se trataba de una crónica escrita bajo los efectos de alguna lumpia de mala calidad, sino de hechos totalmente ciertos.
Hoy decidí escribir sobre el mismo tema. No piense amigo lector que se trata de algún “Déficit Temático”. Si bien es cierto que en esta época los columnistas tienen muchas carestías, no pueden alegar que una de ellas sea la falta de temas.
La revolución no produce nada, pero en cuanto a temas para opinar, reflexionar, criticar o denunciar, es una fuente inagotable.
He podido titular esta columna de varias maneras según los últimos acontecimientos. Títulos como “La Comisionada habló”, “Tortura y revolución”, “Ser opositor y no morir en el intento” o “Dólar nuestro de cada día”, asegurarían el interés de los lectores, pero lo vivido recientemente en el subterráneo me obliga a retomar el tema del Metro.
Meter nuevamente el carro al taller me convirtió una vez más en usuario del otrora “mejor medio de transporte de la ciudad capital”. Como todo aquel que está picado de macaurel, tome previsiones antes de “bajar” a ese inframundo socialista. Metí en el morral una botellita de agua y 2 paquetes de galletas; me aseguré de que las pilas del celular estuviesen cargadas; avisé a familiares, amigos que viajaría en Metro y, muy importante, dejé por escrito en la mesita de noche un documento donde responsabilizaba a la compañía Metro de Caracas y al gobierno nacional por todo lo que me pudiera pasar durante el trayecto.
No había aire acondicionado pero el tren iba a buen tiempo y eso compensaba cualquier incomodidad. La gente entraba y salía mostrándose como barajitas de ese álbum llamado Venezuela. Gente con rostros más desgastados que la ropa que llevaba encima; niños con evidentes signos de desnutrición; trabajadores “pa’ lo que sea” con morralitos tricolor sucios y rotos; viejitas con la tristeza empotrada en la mirada; jóvenes buscando el pan diario a punta de vender “caramelitos de menta a 200” y estudiantes universitarios con la mente puesta en mejores opciones de vida, conformaban los usuarios esa mañana.
Al llegar a la estación La Paz, el tren se detuvo más de la cuenta. Durante ese tiempo permanecí ensimismado en pensamientos que aparecían y desaparecían de manera anárquica. De repente, me vi envuelto en una situación surrealista. El Metro se transformó ante mis ojos en el país y los viajantes en sus habitantes. Igual que el país, el tren estaba paralizado; igual que el país, había mucho temor sobre cuál sería finalmente su destino; igual que el país, los funcionarios no daban información; igual que el país, algunos pasajeros tomaron la decisión de salir de la estación sin mirar atrás; igual que el país, otros nos quedamos con la esperanza de que, en cualquier momento, se solucionaría el problema; y otros, al igual que el país, se quedaron porque no tenían otra alternativa. A los 45 minutos decidí irme.
Menos mal que Dante Alighieri no hizo el recorrido del infierno al paraíso utilizando el Metro de Caracas. Se hubiese bajado despavorido en la primera estación y la humanidad se hubiese perdido su magnífica obra, la Divina Comedia.