lunes, 30 de marzo de 2020

Cuarentena


Anécdotas de cuarentena, por Tulio Ramírez


El asunto del Corona Virus es muy serio. Tan serio que ya no se le puede mencionar su origen porque puedes ir preso. Menos informar cifras porque te encierran en “La Transparente”, un calabozo que dicen, está en El Helicoide. Bueno, a lo que vinimos. Al igual que ustedes, he seguido con estricto cumplimiento las recomendaciones de los cientos de miles de expertos, cadenas, manager de tribuna e inclusive, militares devenidos de la noche a la mañana en expertos epidemiólogos. He acatado todas las instrucciones para no contagiarme, lo único que me falta es no respirar.
Les cuento que no todos se la han pasado tan bien como yo en mi resguardo hogareño. Hace dos días me llamo Rosendo, colega profesor de la universidad cuyo nombre por razones obvias he cambiado. El tono de voz era de total desesperación. Transcribiré su conversación ya que es posible que algún lector se sienta identificado.
“Mi pana, por favor no cuelgues, necesito que me escuches”, fue lo primero que soltó, “necesito hablar con alguien, porque estoy que me como la cochina con todo y las otras 27 piedras del dominó. Ha diario leo unos 7.580 whatsApp, 52.542 twiters, 11.326 cadenas por Facebook, toda la publicidad de Instagram y los 800 Messenger sobre como lavarme las manos y lo importante de la Cuarentena. Además, he escuchado los sopotocientos consejos, advertencias y clases magistrales de mi mujer, suegra e hijos sobre la bendita pandemia”.
Sin pausa alguna continua, “me han obligado a ver películas como Virus, Epidemia, Pandemia, Ébola y la Guerra Z. También me han puesto a leer Casas Muertas y a reconstruir la historia de la Peste Española a través de Wikipedia. Para colmo no me dejan salir de casa dizque porque es muy peligroso para los viejitos. Abrase visto mayor insulto”. 
Ante mi silencio, continua su retahíla, “dicen que no están nerviosos, pero cualquier tosecita provocada por un grano de arroz que se me va por el camino viejo, huyen despavoridos cada uno a su cuarto, dejándome solo en la mesa. A veces creo que es una artimaña para que friegue los platos”. Lo oigo tragar saliva y prosigue, “si me asomo a la ventana, me obligan a bañarme en alcohol, si atiendo una llamada, debo hacerlo como los secuestradores de las películas, con un pañuelo en la boca. 
Mi casa parece un quirófano, todos con tapabocas, guantes de latex y gorros de baño. También parecemos japoneses con la diferencia que ellos no se colocan bolsas plásticas de supermercado en los pies para caminar por la casa”.
Ya desahogado y con voz mejor modulada, me señala “no es que no soporte estar en la casa a merced de sus moradores habituales (no entiendo por qué no dijo seres queridos), podría hacerlo con gusto, pero además de que solo me hablan para aconsejarme, también me ponen a lavar, planchar, limpiar los baños, fregar, barrer y pasear al perro todos los días de la sala a la cocina, con el cuento de ser un buen antídoto para el aburrimiento y la claustrofobia. Chamo eso es como demasiado”.
La conversación (¿?¿¿) termina con esta perla, “oye Tulio, mi pana, gracias por escuchar, te juro que lo que más deseo es que acabe esta pandemia antes de que comience a caminar por las paredes. No me gustaría verme limpiando no solo la que ensucie, sino las de todo el apartamento, incluyendo la de la vecina del 4to piso que, estoy seguro, es la que tiene a todos aquí paranoicos”. Colgué el teléfono y me dije, “apenas vamos por mitad de la cuarentena. Dios guarde a Rosendo no solo del Corona Virus”.

lunes, 16 de marzo de 2020


Lorenza



La historia de Lorenza, por Tulio Ramírez


Recuerdo que hace unos años circuló en Venezuela un cuento o historia (vaya usted a saber), sobre una familia cubana que envía desde Miami un ataúd con el cuerpo de la abuela Lorenza, con la finalidad de que se cumpliera su última voluntad. Lorenza quería que su descanso eterno fuera en el Panteón de la familia ubicado en el viejo Cementerio Colón en La Habana.
Unos dicen que los hechos narrados fueron rigurosamente ciertos, otros aseguran que fue una joda creada por el humorista cubano Álvarez Guédez, para ironizar sobre el estado de necesidad de los cubanos en la isla. Sin embargo, no pocos aseguran que, si bien la historia era exagerada, había algo de cierto en ella. 
Imagino que todos ya saben a cuál cuento me refiero. Sin embargo, estoy consciente que tengo lectores menores de 35 años y quizás nunca lo habrán escuchado. Cómo eso es posible y siendo mi interés conservarlos para evitar que migren al articulista de al lado, les hago un rápido resumen. Al recibirse el ataúd en Cuba, los familiares de Lorenza viajaron de todos los rincones de la isla para hacer los honores funerarios. Pero evidentemente algo más sabían. La aparición de tanta gente era muy extraña.
Una vez en el tanatorio, los familiares solicitaron, antes de pasar a la sala destinada al velatorio, dar una última despedida con solo miembros de la familia. Una vez solos abrieron la urna, encontrándose con un cadáver extrañamente obeso (urna y cadáver pesaban juntos unos 150 kilos), Con la seguridad de buscar lo que sabían encontrarían, hurgaron con destreza el cuerpo hasta que encontraron una carta muy cuidadosamente guardada debajo del sobaco izquierdo de Lorenza cuyo remitente era Tía Regleta, una de las hijas de la difunta, radicada en Miami desde que logró salir durante el éxodo de Mariel. 
La carta fue leída en voz alta. En ella se describía lo que se enviaba adosado al cadáver y el nombre del destinatario. “Este gesto lo hubiera querido Lorenza en vida, por eso ayuda ahora desinteresadamente”, así comenzaba la misiva. A renglón seguido se detallaba la distribución de la remesa oculta en el cuerpo de la occisa.
“El collar es para Marlene por sus 15 años”, los zarcillos para Tía Sonia “como regalo retrasado de bodas”; el primer vestido es para Rosita, “la ahijada preferida de Lorenza”; los otros eran 5 trajes de novia “para las hermanas Valdez, las solteronas hijas de Concha, ojalá les traiga suerte”; los 54 pares de pantys son para Yogladys, “si las ofrece en el Mercado Negro, a 5 dólares el par (porque son de las buenas), podía obtener 270 dólares fácil”; el puente dental era para el primo Monguito “esperando que se le ajuste cómodamente a su boca, pero si le incomoda, lo puede vender porque casi no tiene uso”. Las prótesis de rodilla y cadera “son para Yaya, la mamá de Rodrigo, a ver si se para de esa cama”. Así, fueron “desgüezando” a Lorenza hasta que quedó como un alambrito de 42 kilos, lista para su entierro. 
Cuando supe de esta historia era la época de CADIVI en Venezuela. El control de cambio estaba más férreo que nunca, pero todavía había compatriotas que llenaban sus tres carpeticas marrones tamaño oficio y se hacían de dólares preferenciales que, si bien no eran regalados, todavía resultaban baratos por la existencia de un bolívar sobrevaluado. En esa época, el cuento de Lorenza no pasaba de ser un chiste jocoso por ocurrente y exagerado.
Pues les diré que hoy día no estamos muy lejos de vivir una experiencia similar, si es que ya no ha sucedido. Muchos venezolanos están recibiendo remesas de familiares que huyeron del país para poder ayudar a los que se quedaron. Otros envían cada cierto tiempo cajas con ropa usada, medicinas, cereal, azúcar, tinte para el cabello, jabón y pasta de dientes. Son cosas que aquí se consiguen, es cierto, pero a precios imposibles de pagar por empleados públicos y por quien no tenga acceso a las lechugas.
Pero cuidado, no hay que dejarse coger a lazo. Los matraqueros del aeropuerto, de seguro conocedores de la historia de Lorenza, estarán sobre aviso y tomarán sus previsiones. Ataúd que llegue, será decomisado para su exhaustiva revisión. Así es que pida a sus familiares en el exterior que envíen al difunto vestido con traje usado y raído, sin el diente de oro del que tanto se enorgullecía y, muy importante, en una urna sencilla. 
Son capaces de hacerle el cambiazo para regalarlo a alguno de sus superiores. No vaya a ser que, a uno de ellos, en vez de un Bodegón, se le haya ocurrido montar una funeraria.

lunes, 2 de marzo de 2020



El sirigüi y el chivirico, por Tulio Ramírez


No voy a arrancar diciendo que estuve a la expectativa de los fulanos entrenamientos militares. Por esos días preferí estar pendiente de la llegada del técnico para reparar el cable. Tenía varios días sin el servicio y además con la firme voluntad de no sintonizar TVS, VTV, FNB, ni ninguno de esos canales gobierneros que pueden verse fuera del cable. Antes que hacer eso, les juro que optaría por invertir mi tiempo en investigar donde están publicadas las Obras Completas del llamado Poeta de la Revolución.
Tengo un colega dojo, dojito, que me echó en cara lo egoísta que soy por estar más pendiente del cable que de la defensa del país. Para quitármelo de encima. sin romper la amistad de tantos años, le señale que, entre Cable y Defensa de la Revolución, no hay contradicción. Mientras estemos pegados a la TV, al Internet, al WhatsApp, al Instagram, al Neflix, al Twitter y a las cartas del Tarot, no habrá contrarrevolución. Esta necesita más calle, y menos sofá. Al parecer le agradó mi respuesta porque no me fastidió más.
Pero no crean que estaba relajado con mi problema. Se imaginarán la alteración de las fibras nerviosas del bolsillo cuando me enteré que el servicio técnico ya no lo presta la empresa en la que estoy suscrito. Ahora el cliente debe contratar de manera particular a algún “agente autorizado”. La espera del tanganazo en dólares por una avería que quien sabe si es una tontería o muy complicada, genera un estado de angustia solo comparable con la que se siente cuando se está a la espera de la cuenta de la clínica, una vez agotado el mísero seguro.
Finalmente llegó el técnico después de varios embarques. La revisión duró solo 10 minutos.  “Maestro, esto está muy complicado y los repuestos no se consiguen. El “sirigüi”, que es la pieza que se dañó, ya no lo mandan al país por el bloqueo. Yo sé lo que es quedarse sin cable mi amigo, pero le vamos a sacar del apuro. Yo tengo un “sirigüi” mío de mi propiedad personal. Si quiere, me da 50 lechugas y yo mismo se lo monto de gratis y digo en la empresa que no era nada y solo paga la visita que son 10 verdes”. Sigue el técnico, “le recomiendo que gaste los 60 porque si no se quedara sin cable quien sabe hasta cuándo y calarse El Mazo Dando es una tortura virus”.
Pero esto no es todo. Le digo que es un poco caro y que buscaré una segunda opinión. El chamo con una mirada de esas que te escrutan como un rolitronco de bolsa que no sabe nada de la vida, me advierte, “mire maestro, haga lo que usted quiera, pero seguro otro le dirá que además del “sirigüi” es el “chivirico”, y le va a quitar una bola. Mire que los pillos no solo están en el gobierno. Quédese conmigo que va en caballo blanco”.
Quedamos en que lo llamaría cuando me decidiera. El joven me cayó bien. Sin embargo, siempre persiste la duda sobre la veracidad de su diagnóstico. Tengo la misma sensación que tuve cuando me hicieron el presupuesto del microondas (cada vez que lo llevo a reparar, está malo el megatrón, la pieza más cara), o cuando revisaron la nevera y era “el cigüeñal de la hielera” (¿¿??), o cuando la aspiradora se averió y era “el colimodio del rotor” (¿¿??). Mientras reflexiono sobre mi suerte como consumidor, echo un vistazo a las redes sociales.
Llegan imágenes de los entrenamientos militares. En una está la gorda Gladys tratando de pasar por el centro de un caucho de camión, haciendo esfuerzos para no llevárselo colgado en la cintura como un koala. En otra imagen hay una formación de hombres vestidos como si van a un partido de bolas criollas, tratando de acomodarse el fusil terciándolo por el pecho. Después de advertido el error, se lo colocan en el cuello como un gancho de ropa, pero con el gancho hacia abajo. En otro, vi a unos señores con unas escopetas viejas, arrodillados en un puente en actitud defensiva, esto contrastaba con las mujeres con niños en brazos, hombres hablando por el celular y heladeros atendiendo unos noviecitos, deambulando tranquilamente entre los aguerridos combatientes. En el siguiente, 3 gordos y conocidos políticos rojos, disfrazados de militar, saltando sobre una hilera de 5 cauchos, llegando a la meta con el sudor y el jadeo de haber saltado 600.
Qué dilema, si no me agarra el chingo me agarra el sin nariz. Si no reparo, debo seguir pagando a la empresa un servicio que no disfrutaré, si me quedo solo con las redes tendré que ver espectáculos bochornosos como el arriba señalado, si reparo con el chamo, me despescuezará los poquitos verdes que están debajo del colchón y si llamo a otro técnico podría salir trasquilado al cuadrado. El que necesita un escudo protector soy yo.