lunes, 22 de agosto de 2022

 

A mi maestra Yolanda, con cariño, por Tulio Ramírez

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Twitter: @tulioramirezc


Corría el año 1968, estudiaba 6to grado en la Escuela Municipal Leoncio Martínez, ubicada en el barrio Las Brisas de Petare. Era un caserón enorme y nunca supe si esa estructura fue construida para fines educativos o simplemente fue convertida de casa en escuela.

En esa época era muy común que algunas escuelas públicas y colegios privados ubicados en sectores populares, funcionaran en casas residenciales que las transformaban para impartir clases. Mi escuela era municipal y para llegar a ella, había que subir 134 escalones por el laberinto de casas construidas desordenadamente por los primeros habitantes del barrio. 

Era un ambiente muy curioso por la conformación social de sus alumnos. Atendía a quienes vivían en la barriada, pero también inscribían a los provenientes de familias de clase media trabajadora que vivían en casas de vecindad y edificios del Banco Obrero, ubicados muy cerca de la avenida Francisco de Miranda.

Ese arco iris social me permitió estudiar con compañeros muy pobres que usaban alpargatas diariamente y con otros que usaban zapatos menos modestos, unos que cargaban sus útiles debajo del brazo y otros que usaban bultos de cuero. Años después, viví algo parecido en la Universidad Central de Venezuela. 

Esa mixtura social, sirvió para descubrir mundos hasta ese momento desconocidos para unos y otros. Los que éramos de la avenida aprendimos a construir papagayos, a disparar con chinas o gomeras, a cazar iguanas, a construir carruchas y a montarse en una mata de mangos sin usar escaleras. Los del barrio, por su parte, aprendieron que «los de la avenida» no eran ricachones que los odiaban, ni señoritos arrogantes que los verían por encima del hombro. 

Es importante aclarar, sin embargo, que ese ambiente de camaradería no se generó de manera espontánea. En las primeras de cambio había reservas entre ambos sectores y cada quien se agrupaba con sus iguales.

Debo confesar con mucha pena que, a la gran mayoría, los padres les inocularon esas aprehensiones. Los del barrio temían que los «de la avenida» los trataran con desprecio y estos que los del barrio «marcaran» su territorio a costa de lo que sea y contra quien sea.

Unir esos dos océanos no fue sencillo. La inteligencia y el amor de maestras como Beatriz, Kika, Belén, Yolanda, y tantas otras, nos hicieron entender que el dinero, el color de piel o la vestimenta no debían hacernos sentir mejores o peores que el resto. 

Una tarde de ese 1968, se apareció un piquete de policías municipales en la escuela. Buscaban a Néstor, el de 6to grado, también conocido en el barrio como «Bembita». Por cierto, era de los más pobres del salón. Un vecino de la parte alta del barrio, lo acusaba de haberse introducido a su casa en horas de la madrugada y robarse algunos artefactos eléctricos. 

Los policías, sin mediar palabras con el director, fueron directo al salón para detenerlo. Llegaron de manera agresiva, rolo en mano y alzando la voz. La maestra Yolanda, de un salto, interpuso su frágil humanidad entre Néstor y los agresivos policías. Su intención era evitar que lo sacaran a rolazos del salón. Néstor era un muchacho desnutrido, pesaba menos de 35 kilos. Los agentes lo podían malograr. 

Forcejeando y luchando como una leona, la maestra Yolanda logró montarse con Néstor en «la Jaula» (camioneta donde llevan detenidos a los capturados), alegando que no dejaría a un niño a merced de «esos cavernícolas». Un par de horas después, regresaron ambos a la escuela. El denunciante había retirado la acusación en vista de que apresaron al verdadero ladrón.

Al entrar al salón, la maestra Yolanda solo dijo: «Muchachos saquen el cuaderno y escriban: Nadie puede ser sentenciado culpable solo por parecerlo. Para mañana quiero una reflexión de ustedes sobre esa frase». Creo que, a partir de allí, con mis apenas 12 años, comencé a pensar como adulto.

Hoy Yolanda tendrá unos 82 años. Me han dicho que sigue viviendo en Petare, en situación muy precaria. Imaginemos cuantas maestras Yolanda están hoy muriendo en la indigencia debido al desprecio gubernamental. Haber formado a tantos ciudadanos útiles al país, al parecer no es importante para nuestras autoridades educativas. Dónde estés, maestra Yolanda, te envío un inmenso beso.

lunes, 8 de agosto de 2022

 

Nicolás Bianco, por Tulio Ramírez

Nicolas Bianco
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Era un viernes de julio de 2008. Estaba cerrando el semestre, por lo que ordenaba los asuntos pendientes del Doctorado en Educación, del cual era coordinador. Sonó el celular. Recuerdo que era un Nokia medio destartalado. Una improvisada cinta de selloteck impedia que la carcaza se terminara de descalabrar.

Era un número desconocido. Atendí con cierto arrepentimiento ya que me encontraba en preparativos para salir corriendo a celebrar el cumpleaños de un colega profesor. El ágape era en un Bar cerca de la UCV, la cual pomposamente llamábamos “El Palacio de las Academias”.

Contesté con un «aló» en tono seco, mientras en mi mente el mensaje era: «Hoy es viernes y voy que quemo, por favor apurese». Del otro lado se escuchó una voz dando las buenas tardes, e inmediatamente la pregunta «¿hablo con el profesor Tulio Ramírez?». La voz no me pareció familiar, pero respondí que sí, seguido del acostumbrado «¿en qué puedo servirle?».

«Mucho gusto profesor, le habla el Doctor Nicolás Bianc». Pensé, «¿Nicolás Bianco?, ¿para qué me estará llamando?. Ni siquiera voté por él en las elecciones para Autoridades de la UCV». Todo me parecía muy extraño.

Después del saludo inicial, en forma clara escuché «me gustaría hablar con usted, ¿si no es molestia, podría asistir el lunes a las 2:30 pm al Instituto de Inmunología?». «Si, como no profesor, con gusto estaré allí», fue mi respuesta.

Colgué y me di cuenta que ni siquiera había preguntado para qué quería conversar conmigo. Le di vueltas al asunto pero, por supuesto, lo hice hasta el descorche para el primer brindis. A partir de allí deje de cavilar sobre la llamada y me dedique a celebrar.

Durante el fin de semana, indagué un poco sobre el personaje que recién había sido electo como Vicerrector Académico. Su currículo era impresionante. Un médico reconocido internacionalmente como avezado científico, investigador incansable con obra prolífica y además fundador de un Instituto catalogado como uno de los mejores de la región en materia de inmunología. Todo un Hall de la Fama de la academia.

Llegó por fin el lunes. Recuerdo que no conseguía dar con el Instituto. Con más de 27 años en la universidad para ese momento, todavía había dependencias que nunca había visitado.

Me recibió de manera cordial. Su imagen era como la imaginaba. De impecable vestimenta formal y una corbata con un nudo inglés, poco visto en estos predios universitarios. Hizo que lo acompañara a un salón donde estaban reunidos emblemáticos profesores ucevistas de diferentes facultades. Algunos me saludaron con aprecio, ya que los conocía por haber coincidido en eventos o reuniones académicas. La UCV es grande, pero chica a la vez.

El Dr. Bianco se dirigió a los presentes, «ya veo que muchos lo conocen, yo no había tenido el placer. Convoqué al profesor a esta reunión para invitarlo a trabajar conmigo en el vicerrectorado, espero que me diga que sí».

Quedé en una pieza. Con el permiso de la audiencia, lo invité a conversar en una oficina contigua. «Profesor Bianco, me halaga enormemente su invitación, pero ¿usted sabe lo que está haciendo?, usted no me conoce y además déjeme decirle que, prácticamente fui uno de los jefes de Campaña del candidato contrario a su fórmula».

Me interrumpió para darme una de las mejores lecciones que he recibido en mi vida, «profesor Ramírez, la universidad es el espacio dónde los diferentes se encuentran, no para destruirse, sino para construir algo superior y más grande que sus conquistas individuales. Te convoco a trabajar juntos para ayudar a construir la universidad que el país necesita».

 Los 9 años que lo acompañé fueron gratificantes. Constituyó un equipo de gerentes que era un Dream Team. Bajo su liderazgo, se lograron importantes avances que beneficiaron y aun benefician a profesores y estudiantes.

Su virtud, no coartar iniciativas y apoyar solidariamente todo proyecto en beneficio, no de su gestión, sino de la universidad. Supo sortear tropiezos y asumir retos no fáciles de lograr por la falta de recursos y el asedio constante a la autonomía, la cual defendió hasta el fin de sus días.

En lo personal, aprendí que una universidad se fortalece y crece gracias a hombres de su estirpe y coraje moral. Nicolás, agradezco que me hayas llamado esa tarde de julio de 2008 y haberme dado la oportunidad de trabajar contigo. Descansa en paz amigo