lunes, 15 de febrero de 2021

 

Retoques y maquillajes, por Tulio Ramírez

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Twitter: @tulioramirezc


El venezolano tiende a ser muy cuentero y exagerado al momento de narrar historias. Pareciera que es parte de nuestra cultura. Basta haber ido a un velorio de pueblo para constatar que el difunto, según sus amigos de farra, era excesivamente bueno o aguerridamente valiente o intensamente agradable o inigualable fiestero. Todos los atributos en expresión superlativa.

Cuando alguien procede a testimoniar sobre algún episodio en la que fue protagonista, lo más aconsejable es tomarlo a beneficio de inventario.

Siempre está la sospecha de que la mitad de lo contado, si no es inventado, por lo menos es exagerado. Pero esto no es exclusivo del venezolano común.

Buena parte de los textos de historia han reforzado esa práctica al ensalzar a los héroes patrios atribuyéndoles conductas y personalidades que se salen de lo normal. Los niños crecen con la falsa idea de unos libertadores que no pisaban el piso cuando caminaban.

Por supuesto, esta práctica muy tioconejera, siempre tiene patas cortas. Al final se sabrá si el ojo morado de Pascual se debió a una sonora cachetada dada por una dama ofendida por sus piropos de mal gusto y no por la titánica pelea que, según él, sostuvo con seis fornidos asaltantes a quienes propinó tal paliza que terminaron en el hospital.

Esos retoques a los sucesos también los hemos visto no solo en las narraciones orales de esquina o velorios; también en libros, canciones alegóricas o documentos que hacen referencia a algún hecho histórico.

Desde que Homero narró en la Ilíada las peripecias sobrehumanas de Aquiles, o las aventuras de Ulises en la Odisea con cantos de sirena y demás yerbas, se arraigó para siempre el ponerle un poquito de sazón al cuento.

En la era moderna, quizás los casos más emblemáticos provengan de la extinta Unión Soviética. Era muy regular que en la propaganda se realzaran hechos con el picante de la exageración para exaltar la heroicidad del hombre nuevo del comunismo. Exagerar u omitir hechos que no convienen, al final tiene la misma intención: torcer la historia a conveniencia.

Recuerdo una foto tomada en 1896, donde aparece un grupo de revolucionarios bolcheviques —Lenin entre ellos— que fue muy difundida en los primeros años de la Revolución de Octubre. Entre los presentes aparece un joven, llamado Alexánder Malchénko, quien en 1930 fue fusilado acusado de espía. La fotografía del cuento luego apareció en las oficinas oficiales sin la figura del joven Malchénko. Fue un acto de desaparición a lo Cooperfield.

Los comunistas son unos ases en eso de intentar cambiar los hechos. Por ejemplo, la rigurosidad histórica indica que la fecha para celebrar la independencia de Cuba es el 20 de mayo, porque, en un día como ese, pero en 1902, fue cuando se independizó de España. Sin embargo, Yanaisis, una joven habanera que vende bisutería de contrabando entre la 23 y Hospital, respondió a un periodista español lo siguiente: “No me interesa conocer qué pasó el 20 de mayo de 1902. No debe ser algo bueno, porque la televisión y el Granma no hablan de esa fecha”. Ella está convencida de que el día de la independencia de Cuba es el 1 de enero de 1959.

La narrativa de la revolución bolivariana no ha estado exenta de ese pecadillo. Chávez agregaba cada año un cachito a la historia del 4 de febrero de 1992. En cada celebración incorporaba un episodio del que no se sabía el año anterior.

Luego de tantas anécdotas, si se escribiera la historia sumando los episodios por él contados, tendríamos que concluir que era imposible que sucedieran en las 24 horas de ese día.

Lo que sí es cierto es que en las narrativas oficiales pos-Chávez se han cuidado de no mencionar que el para entonces teniente coronel se rindió al escuchar el primer triquitraque.

Lamentablemente para los exegetas que están construyendo la falsa épica del héroe de Sabaneta, toda Venezuela fue testigo de ese episodio. Les costará mucho cambiar esa parte de la historia.

Tulio Ramírez es Sociólogo experto en cultura y comunicación.  Consultor internacional en políticas culturales y ciudad.

lunes, 1 de febrero de 2021

 

Las gotitas milagrosas, por Tulio Ramírez

Carvativir
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Twitter: @tulioramirezc


En aquel Petare de mediados de los ’60, visitar el Casco Histórico Colonial era un paseo esperado con ansias durante toda la semana. Tenía yo unos 8 o 9 años y vivía en uno de los tantos barrios de ese populoso sector.

Los domingos iba con papá a misa a la iglesia Dulce Nombre de Jesús del Casco Colonial. Esa rutina formaba parte de mi preparación para la primera comunión. Finalizada esta, a golpe de 11 am, entrábamos al cine Miranda o al Encanto, que estaban a una y dos cuadras de la iglesia, para ver una película de El Santo contra cualquier bicho de uña. A golpe de 1 pm rematábamos comprando una barquilla de a medio para comerla en la plaza. Esos paseos eran lo máximo.

De ese periplo dominguero nunca olvidaré al «indio de la culebra”.

Era un hombre corpulento, de pelo largo, de faz muy tosca y con nariz tan aguileña que parecía un comanche extraído de las series de vaqueros que, en blanco y negro, veía por la TV de nuestra vecina, porque en casa no había. Con los años me enteré que era un peruano que migró a nuestras tierras buscando oportunidades.

Ese curioso personaje deambulaba por la redoma de Petare con una enorme culebra enrollada en su espalda y cuello, hoy la identifico como una Boa constrictor, pero para ese entonces parecía una serpiente venenosa. El personaje de marras promocionaba a viva voz un ungüento al que llamaba “manteca de cascabel”, que “curaba la reuma, la artritis, las dificultades respiratorias, las hemorroides y el dolor de cabeza”. En el mensaje estaba implícito donde untársela.

Ya más grandecito, viví la época del “mentol chino”. Era una pomada que, según la gente, tenía efectos sorprendentes. Hoy se le podría llamar “producto multiuso”. Se usaba para el dolor de cabeza, para bajar el cachete hinchado por el dolor de muelas, para los resfriados, para la disfunción eréctil, para “el pecho trancao”, luxaciones, esguinces, picadas de alimañas. Este producto competía con el Vick VapoRub como sanador universal.

Cómo olvidar el «agua de Babandí». Causó furor por los años ’70. Su efecto repotenciador lo convirtió en el afrodisiaco más popular de la época. Hasta una canción de Pastor López con el mismo nombre se convirtió en un hit en Venezuela. Ni el Viagra ha tenido tanta publicidad.

Como en todas las sociedades, la gente se inventa una para curar sus males sin acudir a la farmacia, mucho menos al médico. Echar borra de café en las cortadas para “cerrarlas”, pasarse la cola de un gato negro por un orzuelo para “bajarlo” o rezar “la culebrilla” para evitar que se unan las puntas y “te mueras de un infarto”, son algunas de estas medicaciones populares.

A veces las cosas salían bien, en otras creíamos que salían bien y cuando no funcionaba había siempre una explicación convincente, “por algo debe ser que no te asentó, eso siempre ha funcionado. A lo mejor te lo tomaste como no era o te lo pusiste sin fe”.

Ahora tenemos a las “gotitas milagrosas” contra el covid-19.

Hasta ahora no se han presentado respaldos científicos que evidencien su poder curativo. Pero eso no importa, la prescripción solo va acompañada del “te lo juro por este puñao de cruces que sí funciona. Tómalas con fe”.