lunes, 29 de marzo de 2021

 

Moisés, el faraón y las sanciones, por Tulio Ramírez

Moisés, el faraón y las sanciones
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Twitter: @tulioramirezc


Cuenta la historia bíblica que Moisés le pidió al faraón que dejara ir al pueblo judío de Egipto porque, el muy muérgano, les estaba haciendo la vida imposible. No solo tenía esclavizados a la mayoría, los que trabajaban en la administración pública recibían unas pocas piezas de bronce que no les alcanzaba ni para comprar una nueva shenti, o faldilla, para cubrir sus nobles partes.

Era una dictadura férrea la de Ramsés II. El sátrapa impedía a ese noble pueblo desarrollar su libertad de pensamiento y religión.

Tenían que calarse el adoctrinamiento y hacer el paro de una lealtad fingida para sobrevivir. ¡Akenaton vive, la lucha sigue!, era lo que obligadamente tenían que gritar, después de los tediosos discursos del faraón en jefe. Si no lo hacían, dejaban de recibir las cestas con dátiles, aceite, sal, harina de trigo que más bien parecía arena del desierto y unos pocos peces de la especie Bagreus merderus del Nilo.

El faraón basaba su poder en un ejército bien armado y leal. La lealtad se afianzaba cada vez que se importaban lanzas, jabalinas, hachas de combate, espadas, sables curvos o khopesh, arcos de origen hitita y carruajes de guerra hechos en Siria. El faraón repartía la cochina de las comisiones. ¡Tranquilos, todos comemos!, después de esta frase estampaba su firma en el decreto de buena pro para otorgar las licitaciones.

Otro tanto sucedía con las obras públicas. El gobierno construía viviendas de muy mala calidad, con materiales de tercera y sin servicios de agua ni cañerías para los que se fajaban a construir los monumentos dedicados a alabar el ego de Ramsés II. Inclusive, dicen que se mandó a construir su propio Cuartel de la Montaña en el Valle de los Reyes, embolsillándose parte del presupuesto aprobado por él mismo.

Pero, quizás la obra más narcisista fue la edificación de una nueva capital, que recibió el nombre de Pi-Ramsés Aa-najtu (La ciudad de Ramsés), construida sobre la que había sido la ciudad de Avaris. Dicen que el dictador dominicano. Rafael Leónidas Trujillo, se inspiró en Ramsés II para rebautizar la capital quisqueyana con el nombre de Ciudad Trujillo. Pero eso no me consta.

Lo cierto del caso es que Moisés, indignado por tanto maltrato a sus compatriotas, le solicitó al poderoso faraón que abriera las fronteras para que el sufrido pueblo migrara en busca de la tierra prometida.

Ante la negativa de Ramsés, sobrevinieron sobre Egipto las llamadas plagas. Fue una ayudita del Creador a Moisés, a quien se le volvía cada vez más cuesta arriba doblarle el brazo al faraón. Para unos, las plagas fueron siete y, para otros, fueron diez. Hay quien dice que se presupuestaron diez y realmente se aplicaron siete. Hasta en eso había dudas con las cuentas. Ni Dios se salvaba de la contraloría social.

Algunos analistas opinan que estas sanciones divinas también se llevaron por los cachos a los que pretendían salvar. Otros aseguran que los desastres no fueron por las sanciones sino por la preexistencia de una situación de extrema pobreza y deterioro de la calidad de vida por efectos de la enorme corrupción y mal gobierno de Akenaton y su sucesor, Ramsés II.

Dicen los que saben, que en el antiguo Egipto esta diferencia de opinión dividió en tres toletes a los opositores al faraón. Por un lado estaban los que esperaban que las plagas surtieran efecto por sí solas, por otro estaban los que las rechazaban por injerencistas y, finalmente, los que, como Moisés, no las despreciaban, pero tampoco se recostaron en el cayado a esperar que surtieran efecto.

Mientras las sanciones le hacían la vida imposible a Ramsés II, Moisés seguía presionando y organizando a su gente, a fin de que estuvieran listos para cuando llegara la ansiada liberación. Así son las cosas.

lunes, 15 de marzo de 2021

 

¡Gracias, profe Livinally!, por Tulio Ramírez

Gracias UCV
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Cuando estudiaba cuarto año de Humanidades en la Técnica de Campo Rico, en Petare, tuve una profesora de Sociología de apellido Livinally, quien se empeñaba en que nosotros, estudiantes imberbes y sin ningún tipo de formación sobre los asuntos públicos, tuviésemos algún conocimiento básico sobre la organización política de las sociedades.

En esa época, nuestra intuición y escasísimo sentido de lo político no iba más allá de los cuatro gritos que pegábamos cuando salíamos a la calle a protestar contra la guerra de Vietnam, por la libertad de unos presos que no sabíamos por qué lo estaban o contra un golpe de Estado dado en Chile, un país del cual no sabíamos nada, pero había que protestar.

Vale mencionar que esas huelgas y protestas se organizaban, por lo general, los viernes previos a los lunes bancarios o de asueto por fecha patria. Era lo que se podría llamar hoy “un puente insurreccional”.

Nuestro ímpetu revolucionario también se exacerbaba los días viernes antes de carnaval, Semana Santa o a la víspera de los exámenes trimestrales. Como se puede intuir, casi que memorizábamos el calendario.

Recuerdo que días después de alguna de esas protestas que culminaban con un saldo en contra de peinillazos y detenciones, la profesora Livinally utilizó las horas de su clase para discutir las diferencias entre el Estado y el Gobierno. “Había que cultivar a esos pichones de políticos”, decía no sin razón.

Ella nos preguntaba qué era lo que al final queríamos, tumbar al Gobierno o al Estado. Le respondíamos que a los dos, “porque era la misma cosa”. Para nosotros ambos términos aludían a lo mismo. Lo usábamos de manera indistinta para referirnos a quien mandaba en Miraflores. La profe Livinally, con la paciencia china que la caracterizaba, hacia lo imposible porque entendiéramos las diferencias.

Era como aquella propaganda sobre pastillas para el resfriado. En una farmacia el cliente pedía una determinada marca de un medicamento y la dependiente le despachaba otro. Ante la queja del cliente, la dependiente con cara de fastidio, ripostaba: “Tachipirin, Tachipiron, da igual, es la misma cosa, lléveselo”. Así estábamos.

“El Estado es una forma de organización política que incluye la población, el territorio y el Gobierno, y está conformado por un conjunto de instituciones permanentes que hacen que un país funcione”, “parte de esas instituciones conforman el Gobierno”. Era su primera aclaratoria.

“El Gobierno es el conjunto de personas y órganos que administran y gestionan el Estado”, “si bien el Gobierno forma parte del Estado, el Estado no se reduce al Gobierno”, “los Gobiernos pasan, el Estado permanece”, “para cambiar un Estado es necesario cambiar la Constitución, mientras que un Gobierno puede cambiarse con votos en una democracia, sin necesidad de destruir el Estado”. Recuerdo sus lecciones como si fuera ayer.

Años después, siendo estudiante de Sociología en la UCV, pude al fin entender lo que explicaba mi querida profesora.

Por ejemplo, comprendí que aunque la universidad no formara parte del Gobierno sí formaba parte del Estado. Y el Gobierno, por mandato de la ley, estaba en la obligación de financiarla para que pudiese con su misión como formadora de profesionales y generadora de conocimientos.

Hoy, el gobierno chavista está haciendo lo imposible por destruir a la universidad autónoma, es decir, a una institución del Estado que ha generado el 80% de la investigación que se ha producido en el país en los últimos 60 años y que, además, ha formado a generaciones de profesionales reconocidos por su alta calidad en el mundo entero.

La expresión metafórica que mejor podría describir ese despropósito es que el Gobierno chavista le está haciendo una lobotomía a una parte del cerebro institucional del Estado venezolano, específicamente a aquella con la que desarrolla su inteligencia.

¡Gracias, profe Livinally, sus útiles enseñanzas todavía perduran!

Tulio Ramírez es Abogado, Sociólogo y Doctor en Educación. Profesor en UCAB, UCV y UPEL.

TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo


lunes, 1 de marzo de 2021

 

Siempre mal pensados, por Tulio Ramírez

colectivos encapuchados
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En estos días vi por diferentes redes sociales imágenes de unos señores encapuchados con unas escopetotas que, la verdad, no sé ni cómo se llaman. De armas lo único que conozco son los vuelacercas dados en el Fenway Park de Boston o en el Estadio Universitario de Caracas, por Antonio, el de Puerto Píritu.

Lo cierto es que en la serie de fotos, esos señores aparecían como parando y chequeando los vehículos. La información que acompañaba a estas imágenes aludía a una especie de alcabala improvisada, colocada a la altura de Makro, en la autopista Gran Mariscal de Ayacucho con sentido oeste-este o, para más señas, «la que va pa’ Guarenas», como mejor la conoce la gente.

En sí mismo ese hecho no constituiría noticia relevante, sobre todo si estamos en un país donde hay más alcabalas que bombas de gasolina. Lo que llamó la atención era que estos individuos estaban vestidos como para plantarse a beber cerveza un sábado en la mañana en la licorería de Don Goyo, la que está ubicada en la calle Sin Ley del Barrio San Blas, en Petare.

En vez de vestir con esos tenebrosos trajes negros sacados de algún capítulo de Star Wars, los muchachones estaban de lo más relajados con chores y zapatos deportivos. Estos últimos, por cierto —y estoy muy seguro—, eran originales y no imitaciones chinas, de esas que venden en el bulevar de Sabana Grande.

Como era de esperarse, hubo un revuelo de la gente mal pensada. Esa que ve en cada acción gubernamental, una malucada más para hacernos la vida de cuadritos.

Los primeros tuits señalaban que se trataba de colectivos con armas largas, martillando a los conductores para financiar la rumba de la octavita de carnaval. Otros, menos jodedores, decían que sí eran funcionarios policiales, pero con camuflajes de colectivos para despistar a la gente.

Como yo no soy cogido a lazo y he tenido una vasta experiencia en eso de caer por inocente con los fake news, me decidí a llamar a mi comadre Camucha, quien tiene relaciones “estrechas” con algunos jerarcas del gobierno.

Hice lo que los periodistas serios recomiendan, a saber: confirmar y no dejarte obnubilar por lo primero que ves.

Ese consejo también se lo doy a mi sobrino, el Harold, quien gusta ir a esas fiestas que organizan en las plazas en tiempos de carnaval. ¡Qué peligro!

La comadre me indicó que la gente es muy mal pensada y que hice bien en llamarla. Me aclaró que lo que pasaba podría tener varias explicaciones, pero ninguna de ella tenía que ver con los colectivos.

Me alertó que esos rumores se dejaban colar para desacreditar al gobierno, quien está cumpliendo con su deber de proteger a la población de Guaidó y de los invasores gringos.

Insistió en que no era necesario molestar a sus amigos del gobierno porque estaban muy ocupados dirigiendo la guerra contra el imperialismo, sus sanciones, así como la defensa del revolucionario Alex Saab.

«La gente debería ayudarlos, ya que, una vez el país liberado de esas sanciones y de vuelta el camarada Saab, podremos todos ir a comer en un restaurant en Las Mercedes o comprarnos un Ferrari, tal como sucede en cualquier país comunista normal».

La explicación fue muy lógica. Según Camucha, a esos muchachos se les aplicó el mismo régimen de flexibilización que a la población. La diferencia es que para ellos, también incluía las prendas de vestir. «Espera a la semana radical y los verás uniformados como siempre», me aseguró.

Quedé satisfecho con la respuesta. Por eso siempre hay que preguntar antes de opinar y, sobre todo, es fundamental escoger bien a quien se le va a preguntar. Debe ser una fuente objetiva, imparcial y confiable.

¡Gracias camarada Camucha!

Tulio Ramírez es Abogado, Sociólogo y Doctor en Educación. Profesor en UCAB, UCV y UPEL.