lunes, 26 de octubre de 2020

 

Una cuestión de perspectiva, por Tulio Ramírez

perspectiva

@tulioramirezc


Uno de los slogans más utilizados por los comunistas mascaclavos y rodillaentierra es aquel que reza “la religión es el opio del pueblo”. Esta sentencia mil veces escuchada, forma parte de las fórmulas lingüísticas para despachar, sin aviso y sin protesto, una complejísima discusión sobre un fenómeno sociológico que ha existido desde que los primeros humanos buscaron explicaciones a situaciones incomprensibles.

Desde que Marx acuñó esa frase, ha servido de justificación para arremeter contra todo lo que huela a iglesias (no me refiero al español “coleta”), santos (tampoco al colombiano ex. Presidente), sinagogas, mezquitas, curas, monjas, monaguillos, papas, Lamas, pastores e imanes.

El argumento esgrimido, después de una lectura escolar de la Ideología Alemana de Marx, es que las religiones forman parte de la superestructura ideológica que sirve para atontar (léase, drogar) al proletariado evitando que “adquieran conciencia de clase”. Cualquier consideración en contrario es herejía.

Por supuesto, toda regla tiene su excepción y en el caso de Venezuela, ciertas condiciones aplican. Es por estas excepciones que se salvarían de la inquisición ideológica, los santeros, babalawos y brujas (Bonifacia, la Bruja de Casalta es una de las consentidas de los enchufados), así como los lectores de cigarro, cipo y borra, por ser todos ellos “expresiones de la cultura del pueblo y productores de saberes ancestrales tan válidos como los de la ciencia”. ¿Habrá suficiente uña para ese trompo?

Dentro de esa excepcionalidad que siempre favorece a los panas, es curiosa la tolerancia y hasta admiración por parte de los marxistas criollos, hacia algunas religiones no occidentales “porque insurgen contra la cultura consumista del capitalismo”. Y así, entre excepción y excepción, terminan siendo finalmente la católica y la judía, las religiones más criticadas por los comunistas. Hago esfuerzo y no recuerdo haber escuchado sobre alguna mezquita quemada.

De la religión judía no hablaré porque poco la conozco. Más allá de las series en Netflix, no he tenido oportunidad de profundizar sobre sus costumbres, ritos y maneras de ver el mundo. Los amigos judíos que tengo son normalotes y sobre todo muy discretos con su religión. Nunca los he escuchado despotricando de las otras, y mucho menos repartiendo folletos para reclutar nuevos fieles los domingos a la hora precisa en que estamos desayunando, Lo que sí puedo atestiguar es que son trabajadores como ninguno.

De la religión católica tampoco es que tenga mucho conocimiento. Dios es testigo de mi exigua militancia a pesar de que fui bautizado en ella. Para mí esta es la religión más light y tolerante que existe.

No niego los tenebrosos días de la inquisición, pero es claro que esas prácticas aberrantes (muy parecidas a las purgas comunistas), ya no existen. Los curas no le cortan el cuello a los que no comulgan, ni los fieles carajean a las mujeres cada vez que salen a la calle con la cabeza descubierta.

Por el contrario, lo que recuerdo de mi contacto con la iglesia católica y su personal me ha parecido tan cool, que reafirma mi preferencia religiosa.

Recuerdo a las monjitas en el Barrio Las Brisas de Petare, repartiendo Manteca Los Tres Cochinitos entre los estudiantes más pobres de la escuela municipal Leoncio Martínez. También recuerdo al Padre José Ignacio organizando el equipo de fútbol del Barrio, sin pedir nada a cambio, ni siquiera la obligación de asistir a misa los domingos. Cuantas veces vi al Padre Hilario ayudando a echar bloques para para evitar que un rancho se viniera abajo.

Cuando observo la quema de Iglesias en Chile siento una profunda tristeza. No porque no las puedan restaurar. Si levantaron a Notre Dame en menos de 3 meses, imagínense. Lo que no va a ser fácil restaurar es el alma “aguerrida, contestaría, revolucionaria y profundamente humanista” de esos imbéciles que piensan que destruyendo los símbolos, destruirán todo aquello que forma parte de la idiosincrasia de buena parte del pueblo chileno.

Creo que el verdadero opio son esas doctrinas que persiguen y aniquilan a los que no comparten sus recetas ideológicas. Es una cuestión de perspectiva.

 

lunes, 12 de octubre de 2020

 

El Mar de la Felicidad, su verdadero significado, por Tulio Ramírez

@tulioramirezc


Recuerdo cuando en la ya casi olvidada IV República o período democrático o puntofijismo o república civil o bipartidista o como la quieran llamar, la mayoría de los venezolanos sin distingo de raza, clase social, religión, simpatía por el Magallanes o el Caracas o por algún credo político, podíamos, con algo de esfuerzo (sea dicha la verdad, unos con mucho y otros sin ninguno), acceder a una forma de vida decente y hasta con algunos lujitos de vez en cuando.

Siendo mi padre y mi madre, obreros en la administración pública, no solo levantaron una familia con 4 muchachos, sino que con esfuerzo y trabajo nos llevaron de una casita con piso de tierra al lado de una quebrada en el Barrio Baloa en Petare, hasta un apartamento del Banco Obrero, con la consabida trayectoria previa de pasar por distintas casas de vecindad. Eso sí, cada mudanza nos colocaba más cerca de la avenida Francisco de Miranda. Lo cual constituía en sí mismo un símbolo de progreso social.

Era la época en la que una maestra de escuela pública podía meterse en un San y ahorrar para luego en agosto completar y pagar los boletos para disfrutar de un crucero por el Caribe con su familia. Cuántos trabajadores se iban en diciembre a Curazao a comprar el estreno de los niños y de paso traer lencería y perfumes para venderlos a crédito y reponer lo gastado. Los que menos recursos tenían, iban a Margarita o a la Gran Sabana en excursiones, también pagadas a plazos. Y si la cosa estaba muy jodida, allí estaban Los Caracas esperándonos con su piscina de agua salada.*

“La niña se gradúa, hay que comprarle ropa”, o, “el domingo vienen los compadres, anda y compra unos kilos de carne para parrilla y trae 2 cajas de cerveza, mira que nos atienden muy bien cuando los visitamos”, “se casa la hija de José Ramón, ¿se le compra algo o le damos una plática en un sobre?”, “salió una nevera que no congela, vamos a sacarla a crédito en Imgeve”, o “yo no sigo lavando en batea, anda a Sears y saca un lavadora de rodillos a crédito”. Así transcurría la vida de la mayoría de los venezolanos. Gracias al crédito y a un trabajo fijo podían cubrir las necesidades básicas y algunas otras.

Pero llegó el Comandante y mandó a parar. Con el absurdo cuento de los pobres comiendo Perrarina (siempre más cara que un paquete de pasta), muchos de los que hoy lo adversan cayeron embelesados a sus pies. En principio no los culpo ni les reprocho, la mayoría apostó al militar golpista en un intento por superar las porosidades de un sistema que se percibía agotado y sin rumbo. Esos actuaron de buena fe, no así aquellos que tenían trazado el plan de “mantener pobres y con esperanza a los pobres, ya que son necesarios para mantenernos en el poder”, como le dijo Giordani a Guaicaipuro Lameda.

El tobogán revolucionario nos llevó a la pobreza sin pasar por Go. Lo que lograron mis padres con trabajos humildes, hoy no lo pueden lograr profesores universitarios, con doctorado, y con obra escrita. Hoy la pobreza nos lleva a realizar cosas impensables de hacer durante los 40 años de democracia. Ahora nos toca picar la mitad de la servilleta que nos dan en la panadería “porque esta vaina siempre se necesita”, o embolsillarnos disimuladamente una de las dos bolsitas de azúcar cuando pedimos un café grande “por si viene la escases”, o conservar los trastos eléctricos dañados por las subidas de luz, porque “nuevos son incomparables, ya los repararemos cuando caigan unos churupitos”, o evadir gastos usando argumentos prácticos como “hay que meterle al traje de boda de Rosita para que le quede a la Glorita, que hace la primera comunión en diciembre”.

Prometieron el Mar de la Felicidad y lo lograron. Pero no amigo lector, no me refiero a la vida miserable que está pasando la mayoría de nuestros compatriotas. Cuando Chávez lo decía no pensaba en igualarnos a los cubanos de a pie, no. Se refería con esa frase al liderazgo de la revolución. Esos si viven en un mar de felicidad.

A Fidel, la revista Forbes lo consideró de los más ricos del mundo. Su hijo Fidelito, cada cierto tiempo es fotografiado dándose la gran vida en París o Roma; Gadafi se bañaba en tinas de oro puro; los Kim de Corea del Norte son literalmente reyes de ese país; y, la galáctica, no tiene grados de estudio suficientes como para poder mencionar, sin equivocarse, la cifra en dólares que posee. A ese Mar de la Felicidad se refería Chávez, no se equivoquen.