lunes, 30 de agosto de 2021

El Chuuuuniooor, por Tulio Ramírez

El Chuuuuniooor

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Twitter: @tulioramirezc


Los personajes de la Radio Rochela definitivamente dejaron huella en la memoria de los venezolanos mayores de 50 años. Todos los lunes a las ocho de la noche y por más de medio siglo, buena parte del país sintonizaba a «la gran cruzada del buen humor» para deleitarse con los sketchs, ocurrencias, improvisaciones, personajes y caracterizaciones de un elenco que disfrutaba tanto como el televidente de ese rochelero programa.

Por supuesto, era otra época. En el país se podía caracterizar a un político sin temor a parar en las celdas de los cuerpos de seguridad del Estado. Quién no recuerda a Cayito Aponte imitando a Carlos Andrés Pérez; a Laureano Márquez asumiendo el personaje de Rafael Caldera, o a Ricardo Gruber y César Granados («Bólido») interpretando magistralmente a Jaime Lusinchi, el primero, y a Luis Herrera Campíns, el segundo.

Nos reíamos a carcajadas de sus imitaciones y de la picardía del guionista, que colocaba a los imitados en situaciones jocosas, sin ridiculizarlos ni exponerlos al escarnio público. Estoy seguro de que buena parte de esos personajes disfrutaban viendo a sus imitadores y no usaron abusivamente el poder para acallar a estos artistas, a los directores o a los guionistas.

Me atrevería a afirmar que, aun con todas las críticas, durante el período que va del posperejimenismo al prechavismo, vivíamos en un ambiente de libertades poco común en la región. Venezuela se convirtió en un ansiado destino para todo el que huía de una dictadura, sea de derecha o de izquierda.

Recuerdo a colegas oriundos de países del Cono Sur ,que salieron al exilio sin tiempo de meter en la maleta el título universitario, que llegaban al país buscando la perdida libertad. Cómo no hacer referencia a colegas nicaragüenses, panameños y cubanos que salieron de sus países despavoridos por la represión revolucionaria. Todos ellos, al ver la Radio Rochela, se convencían de que habían tomado la decisión correcta.

Todos los personajes eran interpretados con mucho profesionalismo. Me referiré a uno de los más recientes. Lo interpretaba Emilio Lovera bajo el nombre de «Gustavo, el Chunior». Un locutor de radio con una profunda ignorancia que atribuía significados erróneos a palabras mal pronunciadas. En fin, el prototipo de lo que no se debe hacer con la lengua castellana. La seguridad que demostraba ante sus barrabasadas era lo que hacía gracioso al personaje.

Pero llegó el comandante y mandó a parar. Chávez no renovó la concesión a Radio Caracas Televisión y la Radio Rochela salió del aire, cortando el invicto de ser el programa más longevo de la televisión latinoamericana.

La intolerancia al pensamiento diferente hizo que también cerrara, o adquiriera para el gobierno, otros canales de televisión, emisoras de radio, periódicos, además de meter preso o enjuiciar a editores, periodistas y a dueños de medios que nunca se plegaron al régimen.

Traigo a colación al personaje de marras porque ahora se invirtieron los papeles. Ya el Chunior no está en la TV, pero sí multiplicado en cientos de funcionarios del gobierno. La diferencia es que Emilio hacía una parodia un tanto exagerada, para hacer reír al público, mientras que los Chunior, que andan sueltos por allí, se interpretan a sí mismos y juran que cada vez que hablan están dando lecciones del más puro y clásico castellano.

Ayer observé por las redes sociales un acto de graduación en una universidad oficialista. El rector comenzó su discurso protocolar diciendo: «En nombre del presidente Nicolás Maduro, padrino de la promoción, y con la autoridad que me confiere la ley, otorgó los títulos y títulas de médicos y médicas». Retírate, Emilio, la competencia es muy brava.

PD: los profesores aludidos en ente artículo huyeron despavoridos de Venezuela por las mismas razones por las que salieron de sus respectivos países.

lunes, 16 de agosto de 2021

 

Crónica de una vacunación anunciada, por Tulio Ramírez

Crónica de una vacunación anunciada
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Twitter: @tulioramirezc


Mi hermana, la que vive en el imperio, me contaba sobre su experiencia durante el proceso de vacunación contra el covid-19. Por su versión, concluí que fue un proceso aburridísimo. No tuvo que hacer prácticamente nada, solo poner el brazo para que le inocularan los anticuerpos.

Recibió una llamada anunciando que comenzaba la campaña de vacunación. Ella y su familia debían ir a una carpa instalada… no recuerdo dónde. Al día siguiente, llamaron extrañados porque no se habían apersonado. Mi hermana, muy amablemente, les agradeció el interés por la salud de la familia y les recordó que el día anterior era domingo y no pensaba que estuviesen vacunando. La entiendo, tanta eficiencia puede confundir. 

Finalmente, fueron vacunados después de hacer solo 15 minutos de cola. Por supuesto, no antes de mostrarles la carta para que escogieran cuál vacuna se querían poner. Un par de días después, llamaron para preguntar si habían tenido algún efecto secundario y que estaban atentos a cualquier reacción.

A los 20 días se comunicaron nuevamente para recordarles que debían volver por la segunda dosis. Se apersonaron y, en menos de 10 minutos, ya estaban inmunizados. Se me olvidó comentarles que en las dos oportunidades consiguieron en el trayecto carpas ubicadas en la orilla de la autopista, donde los viajantes podían detenerse para que ser vacunados sin bajarse del vehículo y sin mensajito. 

Mientras escuchaba el relato me preguntaba cómo una persona podía vivir así. Debe ser muy estresante vivir sin angustias, sin saltos de adrenalina por la incertidumbre de no saber qué va a pasar, sin corruptos que vendan la vacuna al mejor postor, sin necesidad de palancas para poderse vacunar, sin la angustia porque no llega «el mensajito» para la cita. ¿Cómo se vive así? 

Unos meses después me tocó vacunarme. Por supuesto, lo primero que hice fue llamar a mi hermana para echarle el cuento y que se muriera de la envidia.

Recibí el mensaje tres días después de la fecha de la cita. Me dirigí a las 6:30 am al Hotel Alba Caracas con el miedo de que me regresaran «por no haber acudido en la fecha». Pregunté al militar que resguardaba el acceso y me ladró: «Haga la cola, a ver si lo vacunan». Comenzó Cristo a padecer. No sabía si estaba perdiendo mi tiempo o no.

Durante la espera de siete horas presencié hechos interesantísimos. Una anciana con dificultades para caminar le estaba guardando, desde las dos de la madrugada, el puesto al hijo «porque se quedó durmiendo, a él no le gusta esperar, lo llamaré cuando esté por entrar para que se venga rápido». Lo llamó a las dos de la tarde. 

También descubrí que la cola era una fuente de empleo. Había un señor que me ofreció en venta su puesto, estaba de número 30, yo era el número 345. No tenía los 20 dólares que pedía.

Después de tantas horas de espera y faltando solo 25 personas para ingresar y vacunarme, el militar de más rango gritó: «Se acabaron las vacunas, vengan mañana tempranito». ¡Más vale que no! El berrinche de las más de 200 personas que todavía estaban en cola fue estruendoso. Hubo amenazas de trancar la avenida Bolívar. Ante la presión, el gordo militar rumió nuevamente: «Bueno, quedan 100 vacunas, los demás que vengan mañana».

Presto para ingresar al hotel, me percaté de otras dos situaciones. Una familia asiática que llegó casi a las tres de la tarde ingresó como si nada en el lote de personas donde yo estaba incluido. El militar, ante la protesta de todo el mundo, los sacó de la fila, pero en vez de enviarlos a su casa por «vivos», los escoltó hasta el centro de vacunación.

«Esto sí es vivir», le comenté a mi hermana. «Dime cuántas oportunidades tienes de pasar por aventuras como esta. Entiendo que te da nostalgia». Me contestó: «No, gracias. Yo estoy bien aquí».

Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde.

lunes, 2 de agosto de 2021

 

Los venezolanos ante el diálogo gobierno-oposición, por Tulio Ramírez

Los venezolanos ante el diálogo gobierno-oposición
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Estoy consciente de que pisaré algunos callos. Conozco el riesgo. En estos tiempos, opinar es peligroso, no importa el tema. Si dices que las caraotas se comen con azúcar, te caen encima sin piedad por «colaboracionista», «traidor a la patria» o «incitación al odio». Superaré mis propios miedos e intentaré caracterizar a los venezolanos según su posición con respecto al diálogo entre el gobierno y la oposición. Si usted se ve reflejado en alguno de estos grupos, no es mera coincidencia.

¿Qué cómo logré la información? Acudí a esas fuentes inagotables que son las colas y los chats donde participo. En esos espacios uno se topa con cientos de managers de tribuna, expertos en política, economía, terapias de pareja, gastronomía, deportes y en lo que salga. Son capaces de dictar cátedra con la autoridad y vehemencia característica del que poco sabe. Opinan sobre cualquier cosa, sin necesidad de preguntarles absolutamente nada.

Aclaro por si acaso: mi propósito no es hacer sesudos análisis políticos, eso se lo dejo a los que saben. Solo pretendo brindar una panorámica fenomenológica de lo que piensa la gente acerca de estos diálogos. Veamos.

Al primer grupo lo llamaremos los «optimistas eternos». Son los que, ante un eventual diálogo o un evento electoral, suelen anunciar: «Ahora sí se fregaron, hasta aquí los trajo el río». Cuando les es esquivo el triunfo, caen postrados como novios recién dejados. Es solo hasta el anuncio del próximo evento, cuando nuevamente se les dispara la adrenalina. Por supuesto, apoyan el diálogo porque «eso ta’ listo». Su grito de guerra: «Los tenemos contra la pared».  Confieso que una vez pertenecí a ese grupo

En el otro extremo están los «pesimistas catastróficos». Su lema: «Esto se lo llevó quien lo trajo». Son los que no solo desconfían de lo que el gobierno haga o prometa sino que desconfían de lo que haga o prometa la oposición. Para este grupo, la solución llegará por mar o por paracaídas porque «desde adentro no se puede hacer nada». No apoyan el diálogo porque «no aprendemos, va a ser lo mismo de siempre».

Entre estos bandos hay muchas otras categorías. Por ejemplo, están los Candy, Candy«. Son los que entienden la política como un acto de paz, amor y hermandad. Dicen algo así como «Venezuela somos todos y, todos sin distingo, debemos sacarla adelante con amor y desinterés». El asunto es que cuando bajan a la tierra no aterrizan sino que se estrellan. Apoyan el diálogo «con la condición de que sea sincero, transparente, de buena fe y entre panas».

Otro sector es el de los que reiteradamente dejan claro que «no comen de la política». Como las águilas, ven los acontecimientos desde arriba y desde lejos. Despotrican de las colas, de los precios, de los servicios, de las cadenas, pero no van a una marcha ni por el carajo. Por supuesto, ni opinan sobre el diálogo. Si los apuras mucho señalan_ «Por mí que dialoguen lo que quieran, no me interesa. Total, ninguno de ellos lleva la comida para la casa».

Finalizo con los «púyalo, pero mosca». No calzan en la categoría de los «optimistas eternos» ni en la de los «pesimistas catastróficos». Apuestan por una salida pacífica y electoral, pero son capciosos y desconfiados porque conocen las marranadas del adversario. Están picados de mapanare, pero no dejan de meterse en el conuco, porque allí es donde se consigue la verdura. Con estos paisanos me identifico mucho.

Por supuesto, hay muchos más grupos. Están los Avengers quienes no quieren el diálogo porque «aquellos solo salen a golpes, patá y Kung-fu». También están los «simuladores», que son chavistas de clóset y comienzan sus discursos con voz gutural, sentenciando: «La oposición lo que debe hacer es…». Bueno, se me acabó el espacio, pero hay más, lo juro.

Tulio Ramírez es Abogado, Sociólogo y Doctor en Educación. Director del Doctorado en Educación UCAB. Profesor en UCAB, UCV y UPEL