lunes, 16 de agosto de 2021

 

Crónica de una vacunación anunciada, por Tulio Ramírez

Crónica de una vacunación anunciada
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Twitter: @tulioramirezc


Mi hermana, la que vive en el imperio, me contaba sobre su experiencia durante el proceso de vacunación contra el covid-19. Por su versión, concluí que fue un proceso aburridísimo. No tuvo que hacer prácticamente nada, solo poner el brazo para que le inocularan los anticuerpos.

Recibió una llamada anunciando que comenzaba la campaña de vacunación. Ella y su familia debían ir a una carpa instalada… no recuerdo dónde. Al día siguiente, llamaron extrañados porque no se habían apersonado. Mi hermana, muy amablemente, les agradeció el interés por la salud de la familia y les recordó que el día anterior era domingo y no pensaba que estuviesen vacunando. La entiendo, tanta eficiencia puede confundir. 

Finalmente, fueron vacunados después de hacer solo 15 minutos de cola. Por supuesto, no antes de mostrarles la carta para que escogieran cuál vacuna se querían poner. Un par de días después, llamaron para preguntar si habían tenido algún efecto secundario y que estaban atentos a cualquier reacción.

A los 20 días se comunicaron nuevamente para recordarles que debían volver por la segunda dosis. Se apersonaron y, en menos de 10 minutos, ya estaban inmunizados. Se me olvidó comentarles que en las dos oportunidades consiguieron en el trayecto carpas ubicadas en la orilla de la autopista, donde los viajantes podían detenerse para que ser vacunados sin bajarse del vehículo y sin mensajito. 

Mientras escuchaba el relato me preguntaba cómo una persona podía vivir así. Debe ser muy estresante vivir sin angustias, sin saltos de adrenalina por la incertidumbre de no saber qué va a pasar, sin corruptos que vendan la vacuna al mejor postor, sin necesidad de palancas para poderse vacunar, sin la angustia porque no llega «el mensajito» para la cita. ¿Cómo se vive así? 

Unos meses después me tocó vacunarme. Por supuesto, lo primero que hice fue llamar a mi hermana para echarle el cuento y que se muriera de la envidia.

Recibí el mensaje tres días después de la fecha de la cita. Me dirigí a las 6:30 am al Hotel Alba Caracas con el miedo de que me regresaran «por no haber acudido en la fecha». Pregunté al militar que resguardaba el acceso y me ladró: «Haga la cola, a ver si lo vacunan». Comenzó Cristo a padecer. No sabía si estaba perdiendo mi tiempo o no.

Durante la espera de siete horas presencié hechos interesantísimos. Una anciana con dificultades para caminar le estaba guardando, desde las dos de la madrugada, el puesto al hijo «porque se quedó durmiendo, a él no le gusta esperar, lo llamaré cuando esté por entrar para que se venga rápido». Lo llamó a las dos de la tarde. 

También descubrí que la cola era una fuente de empleo. Había un señor que me ofreció en venta su puesto, estaba de número 30, yo era el número 345. No tenía los 20 dólares que pedía.

Después de tantas horas de espera y faltando solo 25 personas para ingresar y vacunarme, el militar de más rango gritó: «Se acabaron las vacunas, vengan mañana tempranito». ¡Más vale que no! El berrinche de las más de 200 personas que todavía estaban en cola fue estruendoso. Hubo amenazas de trancar la avenida Bolívar. Ante la presión, el gordo militar rumió nuevamente: «Bueno, quedan 100 vacunas, los demás que vengan mañana».

Presto para ingresar al hotel, me percaté de otras dos situaciones. Una familia asiática que llegó casi a las tres de la tarde ingresó como si nada en el lote de personas donde yo estaba incluido. El militar, ante la protesta de todo el mundo, los sacó de la fila, pero en vez de enviarlos a su casa por «vivos», los escoltó hasta el centro de vacunación.

«Esto sí es vivir», le comenté a mi hermana. «Dime cuántas oportunidades tienes de pasar por aventuras como esta. Entiendo que te da nostalgia». Me contestó: «No, gracias. Yo estoy bien aquí».

Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde.

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