lunes, 18 de abril de 2016

¡Lo aprendieron en otra parte!

UCV

En 1976 andaba por los pasillos de la Universidad Central de Venezuela con el orgullo a flor de piel. En un segundo intento había conseguido que la OPSU finalmente me asignara a la carrera que anhelaba estudiar. Recuerdo que en el primero me asignaron a una que no me gustaba y en una institución que estaba muy lejos de mis preferencias. Luego de cursar durante un semestre con el desánimo que “un matrimonio obligado” genera, me preinscribí nuevamente en la UCV y, ¡oh sorpresa!, me vi en el listado de asignados a Sociología. Allí comenzó una de las etapas más hermosas de mi vida.

Eran años de politización de la juventud universitaria. El surgimiento de un mensaje fresco sobre el socialismo con rostro humano, nos cautivo a todos. Yo era un joven de clase media baja, andaba en autobús y almorzaba con una chicha, cuando el comedor estaba cerrado. Ser de izquierda era la regla y no la excepción. El ambiente era mágico. La utopía le daba sentido a nuestras vidas. Había dos mundos, el de la entrada Tamanaco hacia la Plaza Venezuela y el nuestro, la Ciudad Universitaria. El campus era un espacio de libertad y tolerancia donde hacíamos vida política, cultural y académica sin mayores preocupaciones. No olvido un detallazo, muchos de nosotros conocimos el amor, pintando pancartas, repartiendo volantes o en algún acto a favor de la libertad de los presos políticos bajo la sombra protectora de las nubes de Calder.

 Eran los tiempos de la solidaridad con Cuba. Nos dedicábamos al “Trabajo de Barrio”, organizando campañas para alfabetizar a gente que no lo necesitaba. Defendíamos a los pobres aunque, la verdad sea dicha, no nos hacían mucho caso, pero no importaba. Ese contacto con “la realidad” nos daba la autoridad moral para exigir a nuestros compañeros, “la necesidad de vincular la teoría con la práctica”. Nuestros iconos, veteranos de la lucha armada convertidos en ideólogos de la revolución venezolana, estaban allí al alcance de todos. Era un lujo de verlos caminar, como Dioses en El Olimpo, por el pasillo techado de Humanidades o Ingeniería, con sus libros de marxismo bajo el brazo y abrigados con derruidos sacos de gamuza comprados en algunos de sus viajes a la Meca del socialismo.
La palabra “pueblo” era sagrada en nuestro vocabulario. Aunque en la práctica era muy poco nuestro impacto en la vida de la gente, intentábamos, en su nombre, lograr un país más justo, sin pobreza y con valores cónsonos con el socialismo humanista que pretendíamos implantar. Con una mezcla de prepotencia académica e ingenuidad política asumimos que nuestro papel era llevar la palabra esclarecedora para crear conciencia y ayudar a conducir al proletariado a estadios superiores de vida, donde el término “pobreza” fuese recordado como parte de un pasado remoto.

Hoy, a más de 30 años de esa época, consigo que muchos de esos “camaradas”, antiguos adalides de la honestidad y la moral revolucionaria, están apoyando a un régimen donde impera la corrupción y la violación de los derechos humanos. Muchos de mis antiguos compañeros han ido más allá del apoyo político y han participado en el festín, dándose la gran vida que tanto criticaron cuando eran impolutos contestatarios. Pero estas debilidades “pequeño burguesas”, utilizando sus antiguas etiquetas, no son lo peor, total, el erario público no es tentación exclusiva de los odiados “corruptos de la IV”. Para mí lo más indignante es el apoyo, por acción u omisión, a prácticas ruines y crueles que degradan al ser humano. Valerse de la miseria y la necesidad de ese pueblo que dicen defender, utilizando el chantaje, el engaño y la amenaza, es propio de fascistas y no de honestos luchadores sociales.

Chantajear con una bolsa de comida para obtener la firma contra la Ley de Amnistía es totalmente humillante. Hacer que en Notarías y Registros firmen ese documento bajo engaño es definitivamente violatorio de la dignidad humana. Amenazar a empleados públicos con despidos en caso de no firmar, atropella los derechos políticos. Todos estos comportamientos estan muy alejados de la conducta que nosotros, e inclusive los más radicales, desplegábamos en nuestros tiempos de Quijotes con bluyines y camisas de kaki. Esa falta de respeto por la gente, esa pretensión de doblegar a los pobres jugando con su hambre y su miseria no fue aprendida en la UCV, lo juro. Lo aprendieron en otra parte.

lunes, 4 de abril de 2016

¿Quién se robó mi vaca y mi queso?

Diputados MUD-La Constitución

Lo que realmente necesitamos es la Constitución, una dirigencia decidida y bolas para evitar que le sigan robando la vaca y el queso al pueblo de Venezuela
Estoy seguro que al leer el título de esta entrega les vino a la memoria aquél popular libro de Jaime Lopera y Martha Bernal titulado “La culpa es de la vaca”. En esta obra los autores y esposos colombianos, narran anécdotas, fábulas y parábolas que giran en torno a la necesidad de asumir los cambios y la inevitable adaptación que debemos emprender para sobrevivir y sentirnos felices (la otra enseñanza es que se pueden hacer cosas en conjunto a pesar de estar casados). También estoy seguro que también recordaron a otro que fue de cabecera para muchos. Me refiero a ¿Quién se ha llevado mi queso? de Spencer Johnson. Ambos bets sellers se vendieron como desodorante de bolita en tiempos de revolución.

Toda dama que iba de viaje a Miami o Margarita, llevaba su librito para leerlo mientras esperaba el llamado para abordar el avión. Eran los años donde la única preocupación era la existencial. El petróleo estaba a 8 dólares y rendía para hacer obras públicas, al abrir la regadera había agua, y tanto el jabón como el champú, se podían comprar hasta en las bodeguitas más humildes. Recuerdo que la electricidad no fallaba, un dólar costaba 517 bolívares (menos de un bolívar de los de hoy), y los 15 de la niña se podían celebrar en un salón de fiestas, con miniteca incluida. Hoy suena inverosímil pero en cualquier bar de Caracas servía pasapalos ¡gratis! Ah!, Disneyworld era una opción, entre muchas, para salir de vacaciones familiares en agosto. Eran otros tiempos

Libros como los comentados se compraban porque eran más baratos que asistir al psicólogo. Los niveles de angustia y depresión eran consecuencia de males que no eran de morirse. Los libros de autoyuda nos permitían superar los fracasos matrimoniales, o la desazón por no haber sido nombrado para ocupar la vacante de Jefe de Archivo. También nos daban herramientas para asimilar con dignidad los cachos notorios y públicos, la vergüenza de habernos propasado (por culpa de la bebedera) con la esposa del Jefe en la fiesta de fin de año de la oficina, o el “trágame tierra” de haber sido capturado in fraganti orinando en un vestidor de una tienda en Cúcuta, en ese viaje hecho con los suegros, la esposa, los hijos y esos vecinos tan chismosos. Esos ratones morales, si bien incomodaban, no ameritaban el pago de 1.500 Bs. (de los viejos) para una consulta psicológica.

Hoy esos libros no nos servirían de mucho. La revolución bolivariana ha introducido cambios en nuestras vidas, pero para peor. Un libro que nos diga que debemos adaptarnos a ese calamidad, no podría ser catalogado como de autoayuda sino from fuckmyself  (“para autojodernos” en su acepción castellana). Solamente al gobierno se le podría ocurrir hacer una edición gratuita de uno de estos anestesiantes para ser repartida en el Metro por los funcionarios del Viceministerio de la Suprema Felicidad del Pueblo. Por supuesto, no me sorprendería que tal obra estuviese escrita por el brasileño y publicista Joao Santana, creador del guión de esa propaganda gobiernera que pasan por radio y TV, donde una señora dice algo más o menos así: “en la revolución la cosa está difícil, es cierto, pero hoy yo me siento feliz porque en la IV estaba peor”, ¡vaya pa’ la auyama!.

Como habrá observado el lector, este artículo no era para hacer alegoría alguna sobre los famosos libros y mucho menos recomendarlos para apaciguar la calentera que a diario pasamos en esta patria socialista, desabastecida y disparatada. Aquí estamos muy claritos. No le echamos la culpa a la vaca, sino a los barbarazos que se comieron el queso que había en la mesa y se quedaron con todo. Estoy seguro que esto cambiará porque no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista (frase que acabo de acuñar). La resistencia no es fácil y a veces pensamos que todo está perdido, pero debemos recuperarnos. Para evitar caer en depresiones o en la desesperanza inducida, no necesitamos recostarnos a libros de autoayuda, ni tampoco pedir cita para recibir el milagroso despojo que hace esa reconocida terapeuta del alma llamada Bonifacia, La Bruja de Casalta. Lo que realmente necesitamos es la Constitución, una dirigencia decidida y bolas para evitar que le sigan robando la vaca y el queso al pueblo de Venezuela.