¡Lo aprendieron en otra parte!
En
1976 andaba por los pasillos de la Universidad Central de Venezuela con
el orgullo a flor de piel. En un segundo intento había conseguido que
la OPSU finalmente me asignara a la carrera que anhelaba estudiar.
Recuerdo que en el primero me asignaron a una que no me gustaba y en una
institución que estaba muy lejos de mis preferencias. Luego de cursar
durante un semestre con el desánimo que “un matrimonio obligado” genera,
me preinscribí nuevamente en la UCV y, ¡oh sorpresa!, me vi en el
listado de asignados a Sociología. Allí comenzó una de las etapas más
hermosas de mi vida.
Eran años de politización de la juventud
universitaria. El surgimiento de un mensaje fresco sobre el socialismo
con rostro humano, nos cautivo a todos. Yo era un joven de clase media
baja, andaba en autobús y almorzaba con una chicha, cuando el comedor
estaba cerrado. Ser de izquierda era la regla y no la excepción. El
ambiente era mágico. La utopía le daba sentido a nuestras vidas. Había
dos mundos, el de la entrada Tamanaco hacia la Plaza Venezuela y el
nuestro, la Ciudad Universitaria. El campus era un espacio de
libertad y tolerancia donde hacíamos vida política, cultural y académica
sin mayores preocupaciones. No olvido un detallazo, muchos de nosotros
conocimos el amor, pintando pancartas, repartiendo volantes o en algún
acto a favor de la libertad de los presos políticos bajo la sombra
protectora de las nubes de Calder.
Eran los tiempos de la solidaridad con
Cuba. Nos dedicábamos al “Trabajo de Barrio”, organizando campañas para
alfabetizar a gente que no lo necesitaba. Defendíamos a los pobres
aunque, la verdad sea dicha, no nos hacían mucho caso, pero no
importaba. Ese contacto con “la realidad” nos daba la autoridad moral
para exigir a nuestros compañeros, “la necesidad de vincular la teoría
con la práctica”. Nuestros iconos, veteranos de la lucha armada
convertidos en ideólogos de la revolución venezolana, estaban allí al
alcance de todos. Era un lujo de verlos caminar, como Dioses en El
Olimpo, por el pasillo techado de Humanidades o Ingeniería, con sus
libros de marxismo bajo el brazo y abrigados con derruidos sacos de
gamuza comprados en algunos de sus viajes a la Meca del socialismo.
La palabra “pueblo” era sagrada en
nuestro vocabulario. Aunque en la práctica era muy poco nuestro impacto
en la vida de la gente, intentábamos, en su nombre, lograr un país más
justo, sin pobreza y con valores cónsonos con el socialismo humanista
que pretendíamos implantar. Con una mezcla de prepotencia académica e
ingenuidad política asumimos que nuestro papel era llevar la palabra
esclarecedora para crear conciencia y ayudar a conducir al proletariado a
estadios superiores de vida, donde el término “pobreza” fuese recordado
como parte de un pasado remoto.
Hoy, a más de 30 años de esa época,
consigo que muchos de esos “camaradas”, antiguos adalides de la
honestidad y la moral revolucionaria, están apoyando a un régimen donde
impera la corrupción y la violación de los derechos humanos. Muchos de
mis antiguos compañeros han ido más allá del apoyo político y han
participado en el festín, dándose la gran vida que tanto criticaron
cuando eran impolutos contestatarios. Pero estas debilidades “pequeño
burguesas”, utilizando sus antiguas etiquetas, no son lo peor, total, el
erario público no es tentación exclusiva de los odiados “corruptos de
la IV”. Para mí lo más indignante es el apoyo, por acción u omisión, a
prácticas ruines y crueles que degradan al ser humano. Valerse de la
miseria y la necesidad de ese pueblo que dicen defender, utilizando el
chantaje, el engaño y la amenaza, es propio de fascistas y no de
honestos luchadores sociales.
Chantajear con una bolsa de comida para
obtener la firma contra la Ley de Amnistía es totalmente humillante.
Hacer que en Notarías y Registros firmen ese documento bajo engaño es
definitivamente violatorio de la dignidad humana. Amenazar a empleados
públicos con despidos en caso de no firmar, atropella los derechos
políticos. Todos estos comportamientos estan muy alejados de la conducta
que nosotros, e inclusive los más radicales, desplegábamos en nuestros
tiempos de Quijotes con bluyines y camisas de kaki. Esa falta de respeto
por la gente, esa pretensión de doblegar a los pobres jugando con su
hambre y su miseria no fue aprendida en la UCV, lo juro. Lo aprendieron
en otra parte.
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