martes, 18 de septiembre de 2018


Estética y revolución, por Tulio Ramírez


La verdad, de estética conozco muy poco. No se filosofar sobre el asunto y confieso que soy muy malo para aconsejar al respecto. La última vez que lo hice perdí la única novia que tuve en el bachillerato. Pero no hace falta poseer muchos conocimientos sobre el tema, cuando lo que observas evidentemente agrede la vista y la razón. Siempre he considerado que la estética más que un problema de autoimagen o culto al yo, es un problema de respeto a los demás. Me explico. Soy de los que piensan que una de las misiones que tenemos como seres humanos es la de evitar por todos los medios que el otro sufra la desagradable experiencia de convivir con lo que es inarmónico, bizarro, basto, grosero, burdo, indelicado, ineducado, maleducado, ordinario, patán, rústico, tosco, zafio, inculto, rudo, soez, obsceno, cateto, paleto, palurdo, vulgar, ramplón, tosco, pedestre, desaliñado y chabacano. Aclaro, no pretendo dármelas de “niñito bien” (lo de niñito es exagerado), pero hay cosas que, francamente.
Nadie pretende que se le eche cera a las calles y que la Alcaldía pase la pulidora hasta sacarle brillo, tampoco que a los muchachos contratados por el gobierno para cortar el monte en la autopista o para raspar las paredes en La Libertador, se les coloque uniformes con guantes blancos como hacen con las cachifas, los enchufados de La Lagunita, Oripoto o el Country Club. No se trata de llegar a ese extremo de sifrinería, pero es evidente a los ojos de todos la ranchificación ambiental de la ciudad capital. No sé si estoy equivocado pero pareciera que la revolución chavista se reconoce a sí misma en la marginalización, la chabacanería, el desorden y todos esos epítetos que nombramos en el párrafo anterior.
Entiendo que la estética ha sido ajena históricamente a las revoluciones comunistas. En los pocos viajes que hice a los países del llamado Bloque Soviético, la constante era lo sombrío del ambiente, lo gris y poco agraciado de sus construcciones (salvo las realizadas en el periodo prerevolucionario), lo melancólico de su geografía urbana, la uniformidad en la vestimenta y la tristeza en la mirada de transeúntes cuyo único destino diario era el trabajo rutinario a cambio de una remuneración miserable y ofensiva. Ese cuadro siempre contrastaba con la narrativa y propaganda oficial.”
Era impresionante ver en las calles de Moscú afiches con imágenes de jóvenes pioneros alegres y dichosos expresando loas al socialismo y al líder de turno, mientras que los jóvenes reales deambulaban sin levantar la mirada, quizás pensando en lo miserable que se había tornado su vida. Ni hablar de Cuba. Un paseo por la destruida Habana Vieja con sus eternos jugadores de dominó en camiseta departiendo en horas laborales, la basura arrinconada en cada esquina, sus autos destartalados montados sobre ladrillos y la maraña de cables atravesando de lado a lado sus calles, pintan claramente el realismo socialista de ese país tropical.
Nuestra Caracas no ha escapado a esa negación de la estética. Caminar por nuestra otrora ciudad de los techos rojos es como caminar hacia el infierno de Dante. Cada esquina es un espectáculo de desidia, desorden urbano, suciedad y mal vivir. La revolución ha estimulado una manera diferente de ser ciudadano. Es lugar común ver a motorizados transitar por las aceras, a personas no indigentes orinar en descampado, sabanas sucias tiradas en la acera fungiendo de anaqueles de trozos de verduras extraídas de algún conteiner de basura en Quinta Crespo, tarantines destartalados vendiendo café en pocillos de peltre con la base oxidada, mujeres lanzando baldes de agua sucia a los pies de los caminantes, carteristas al acecho sin ningún tipo de temor a ser vistos, trapos colgando de ventanas rotas en los edificios de la Misión Vivienda, policías chantajeando a buhoneros, en fin, pareciera que esa es la estética de la revolución, regodearse en lo miserable y lo marginal.

lunes, 3 de septiembre de 2018



Caracas ahogada en el Mar de la Felicidad,

 por Tulio Ramírez


Mi último viaje a La Habana fue en 1997. Cuba estaba viviendo lo que eufemísticamente
 llamó Fidel “El Período Especial”, el cual no era otra cosa que el hambre generalizada 
por la escasez y el colapso de todos los servicios públicos. Se había desplomado la 
“indestructible Unión Soviética”, quien proveía a sus aliados estratégicos en el Caribe,
 desde agujas para coser hasta maquinaria pesada para la cosecha de la caña de 
azúcar. Acabada la manguangua de la ayuda soviética, Cuba comenzó a sufrir la calamidad
 de ser un país improductivo y no acostumbrado a la cultura del trabajo. Esto 
último puede sonar sacrílego a los oídos de las viudas del régimen de los Castro, 
pero es la total verdad.
Tal como sucede hoy día en la Venezuela del socialismo del siglo XXI, los cubanos se 
dieron cuenta hace más de 50 años que el logro de cierto bienestar no estaba asociado
 al trabajo formal por los miserables sueldos que recibían. El gobierno, dueño de 
todo, reconocía el esfuerzo productivo con unas palmaditas en la espalda y una 
condecoración llamada “Héroe del Trabajo”, que no era intercambiable por comida o 
enseres en ninguna de las pocas tiendas de la ciudad. Los cubanos, ante esa realidad, 
apostaron por la economía de esfuerzo, total, ganaban lo mismo quien le echaba un 
camión de bolas y quien trabajaba lo menos posible. En la búsqueda de alternativas para 
conseguir unos ingresos extras, se dedicaron al comercio informal y clandestino. Se 
compraba, vendían o intercambiaban productos sustraídos de los lugares de trabajo.
Durante el llamado “Período Especial”, la cúpula en el poder decidió utilizar el turismo 
como medio para captar divisas. Los cubanos, ni tontos, se arrimaron al mingo. Comenzó
 a desarrollarse un mercado dirigido a los turistas
Uno caminaba por San Lázaro, La Rampa o por la 23, y se le acercaba un “camarada” 
ofreciendo una caja de 20 tabacos Cohiba por 25 dólares cuando en la Tienda para turistas 
tenía un valor de 220 dólares, o cajas de PPG (pastillas a la cual se le atribuían poderes 
afrodisíacos) vendidas a 5 dólares cuando su valor al turista era de 60, o un mesonero 
en Varadero te ofrecía una langosta en 8 dólares, cuando en el menú marcaba 45. 
Proliferaron taxistas que pactaban con el turista paquetes completos, eludiendo a los 
“supervisores del Estado” quienes “chequeaban” cada cierto número de esquinas al 
camarada taxista por si se salía de la ruta establecida. Por supuesto, todos, 
independientemente de su profesión universitaria, querían ser ascensoristas, botones, 
guías turísticos o personal de limpieza en el Hotel Habana Libre, el Nacional, el Neptuno,
 el Tritón o el Saint Jhon’s. ¡Peso o Dólar, Dólar!, esa era la consigna. El Patria o Muerte
 quedó solo para finalizar los discursos
En las tiendas de La Habana no se conseguía nada. La mayoría de los establecimientos
 estaban cerrados o a medio abastecer, pero en los subterráneos del comercio informal 
conseguías todo. A la fecha el gobierno cubano no ha podido domesticar la economía
 informal. Por esta razón ha decido ir poco a poco liberando las amarras e incentivando
 el comercio privado. Partió del principio marxista-leninista tropicalizado que reza 
“si no puedes partir el coco, utilízalo como martillo”. Ahora permiten pequeños negocios 
particulares a cambio de un impuesto.

En Caracas se está reproduciendo esa manera de vivir. Si caminas por los alrededores de 
Quinta Crespo conseguirás que de cada 10 comercios 7 se encuentran cerrados. En los que
 están abiertos hay muy poco que  ofrecer. Farmacias con estantes de 2 metros y solo
 3 botellitas de alcohol y una cajita de  jarabe para la tos; abastos que venden pura 
verdura y velas; carnicerías donde se venden  terminales de animalitos porque no hay 
carne ni pollo; taguaras que venden productos  de limpieza donde el comprador debe llevar
 el envase. Es una zona donde los edificios están tan destartalados como las casas ruinosas 
de La Habana Vieja, y la tristeza acompaña a unos transeúntes quienes, al igual que los 
cubanos, llevan una javita (bolsita) con dos tomates, una cebolla, un huevo y unas 
ramitas de cilantro porque fue para lo que alcanzaron los reales.

Mi conclusión: Caracas, al igual que La Habana, también se ahogó en el Mar de la Felicidad