¡Ni inocentes ni culpables, solo estúpidos!
La verdad que uno no
termina de asombrarse de las cosas que pasan en la Venezuela
revolucionaria y del novísimo socialismo del siglo XXI, el cual por
cierto nació viejo, desdentado y con olor a naftalina. Si eso le pasa a
quien debería estar curado de espantos después de 17 años de tantos
desatinos y loqueteras, imagínense lo que le sucede a un extranjero,
independientemente de que posea o no la condición de admirador de la
revolución bonita más fea que ha tenido la región. Un inciso antes de
pasar al siguiente párrafo: con respecto a esta última afirmación estoy
seguro que los cubanos de fuera y de dentro de la isla la refutaran de
manera airada. El hecho de que les quiten el sitial de honor mantenido
con esfuerzo y trabajo por tanto años no es fácilmente asimilable.
Pónganse en mi lugar. Me ha tocado
explicarle a un visitante nacido en otras tierras que en Venezuela las
sentencias judiciales deben tener el visto bueno del Ejecutivo si pena
de la destitución o la cárcel para el juez que pretenda ser imparcial.
En otra oportunidad me tocó explicar por qué en Venezuela los altos
mandos militares pueden gritar consignas partidistas en actos
institucionales sin que pase absolutamente nada. Luego tuve que
responder un correo explicando cómo es posible que la institución
llamada a velar por el resguardo de los derechos humanos, haya perdido
su vocería en las Naciones Unidas por la indiferencia recurrente ante la
violación de estos derechos fundamentales. Indiferencia que, por
cierto, se potencia cuando los violentados son los opositores al
gobierno “humanista”.
Cuando estas explicaciones hay que
darlas vía redes sociales es aún más complicado. Un colega sociólogo del
cono sur me escribía comentando que le parecía bien que la gente
manifestara alrededor del despacho del Presidente de la República.
Recordaba que eso era moneda corriente en su país. Señalaba que la Plaza
de Mayo, frente a la Casa Rosada, ha sido,desde siempre, espacio
compartido entre opositores y oficialistas para expresar rechazos o
apoyos a los gobiernos de turno. Saquen cuenta, había que explicarle que
esas carpas que veía por los noticiero de TV rodeando al Palacio de
Miraflores, fueron instaladas, financiadas y abastecidas por el gobierno
y que tal peregrinación estaba vedada a los opositores por la
prohibición expresa del alcalde de la ciudad, bajo el peregrino y
discriminatorio argumento que señala a esa zona es “territorio
chavista”.
Otra prueba fue explicar a amigos en el
exterior la razón por la cual un conjunto de ciudadanos se oponían
airadamente a recibir los títulos de propiedad de unas viviendas
adjudicadas por el gobierno. Nos dimos a la tarea de convencer a
nuestros curiosos colegas que no se trataba de potentados oligarcas
renuentes a asumir la responsabilidad de nuevas propiedades con la carga
de impuestos que eso supone, sino de gente que en su vida ha tenido
siquiera un techo donde dormir. Fue una tarea como de locos. Nadie en su
sano juicio entiende ninguna explicación, porque lograr un mínimo de
coherencia argumentativa para justificar esa conducta es prácticamente
imposible.
La última misión fue convencer a unos
inteligentes e informados colegas extranjeros de que no fue en Venezuela
donde se patentó la estupidez como un delito imperfecto. Es cierto que
los magistrados revolucionarios de nuestro Tribunal Supremo han sido
creativos en extremo al momento de interpretar nuestra Carta Magna, pero
en honor a la estricta verdad no fueron ellos a los que se les ocurrió
la genial idea de convertir la estupidez en una suerte de delito
atenuado. Fueron los defensores de los innombrables que están en pleno
juicio por conspiración para traficar drogas a los Estados Unidos, los
que echaron manos de esa novedosa y creativa figura jurídica por falta
de mejores argumentos. “No son culpables, solo son unos estúpidos”, le
dijeron al Juez. Parecen cosas de un juicio en la Venezuela
revolucionaria. Es natural que cualquiera se confunda.
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