lunes, 31 de octubre de 2016

Alegres si, cobardes nunca
Jóvenes en marcha 1s



Definitivamente no somos viudas plañideras que se lamentan permanentemente de su desgracia, pero tampoco arlequines de feria que viven en un mundo de fantasía construido con la intención de apartarse del que es real

Solo en un país tropical donde el sol no quema sino que acaricia, la lluvia no moja sino que bautiza y los mangos se pierden porque abundan, se pueden dar situaciones que en otros países provocarían una hecatombe política o por lo menos un sacudón social producto de la indignación colectiva. Pero estamos en Venezuela, cuna de libertadores, pero también de jodedores capaces de hacerle soltar una carcajada a una viuda en pleno velorio de su marido.
 
El venezolano es mundialmente famoso porque ante las peores tempestades suelta un chiste capaz de aliviar cualquier tensión. De la peor circunstancia improvisa una guasa, haciendo alarde de una creatividad y espontaneidad que sacaría de lugar al más circunspecto gentleman inglés. Algunos etnometodólogos y no pocos psicólogos sociales han explicado que esta es una forma de ser del venezolano, cultivada desde los tiempos de la conquista española y refinada a fuerza de tanta leña que ha recibido a lo largo de su historia. No ha sido perita en dulce atravesar el Sinaí de la gesta independentista, la Guerra Federal, la dictadura gomecista, la represión perezjimenista, y la revolución chavista, sin matarnos unos a otros en una guerra civil cruenta y prolongada.
 
Para muchos analistas esta actitud ante la vida es lo que explica los altos umbrales de tolerancia ante los desmanes del poder. A propósito de esto, me comentaba un profesor ecuatoriano que en su país por mucho menos de lo que ha hecho Maduro (o dejado de hacer), el pueblo ha sacado del poder a más de un Presidente. Otro colega argentino me refiere que en ese lado del mundo la gente se toma muy en serio el asunto de los abusos de poder y procede a cobrar cuando hay elecciones. Ni decir de un profesor brasileño que me escribe alegando que si bien ellos son un pueblo muy alegre a la hora de pasar factura a los políticos no andan con vainas. Todos coincidieron en señalar, palabras más, palabras menos, que somos culpables de nuestra propia desgracia por andar siempre con la joda por delante y rehuir el combate contra la tiranía.
 
Quizás tengan algo de razón estos eminentes académicos. Sin embargo no puedo coincidir totalmente con las conclusiones de sus tesis. Si bien es cierto que nuestra antropología política está mediatizada por el gen de la jodedera (cuentan que desde los tiempos de la guerra de independencia Páez se destacaba por sus salidas jocosas ante la adversidad), esto no nos ha apartado de nuestro deber ciudadano de defender hasta con la vida, la justicia, la libertad y la democracia.
 
Definitivamente no somos viudas plañideras que se lamentan permanentemente de su desgracia, pero tampoco arlequines de feria que viven en un mundo de fantasía construido con la intención de apartarse del que es real. Ni una cosa ni la otra. Somos capaces de reírnos de las burradas presidenciales y ministeriales y, acto seguido, cubrir nuestras espaldas con una bandera tricolor para enfrentar sin miedo al poder autoritario. Muchos asesinados y heridos por las fuerzas policiales y paramilitares del gobierno, dan testimonio de ello.
 
En ese intercambio epistolar con mis colegas latinoamericanos preocupados por nuestra supuesta quietud ante el poder dictatorial, les manifesté que en el caso venezolano, el espíritu alegre que nos caracteriza no debe ser leído como mecanismo de evasión y menos de banalización de la gravedad de las circunstancias.
 
Si bien el terrorismo de Estado y las agresiones de los paramilitares financiados y armados desde el gobierno han infundido temores justificados en la población opositora, a la hora del té nos hemos sabido sobreponer a ese miedo y actuado en consecuencia. Eso es lo que explica que no hayan podido implantar el totalitarismo desde hace mucho tiempo atrás. Finalmente les manifesté de manera muy cordial pero categórica que si bien somos un pueblo alegre y risueño, no se nos puede acusar de indiferentes y mucho menos, de cobardes.

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