Vacaciones de un profesor universitario (El regreso)
Pero no todo está perdido, aunque siempre está
latente la posibilidad de declararme en default, todavía puedo esperar
pacientemente al mes de diciembre para cobrar el Bono de Fin de año y
equilibrar el presupuesto familiar. Así, de seis meses en seis meses,
sobrevive un profesor universitario en Venezuela
Finalmente
nos fuimos de vacaciones a Margarita. No pude convencer a la familia de
que las verdaderas vacaciones las podríamos pasar en casa viendo CNN en
español o Con Cilia en Familia. Ni modo, ya los pasajes para el ferry
estaban comprados desde junio, no había más nada que hacer. Montamos
nuestros cachachás en el carro y arrancamos con la esperanza de pasar un
merecido descanso y olvidarnos del infiernito que supone el día a día
en la ciudad capital. Por supuesto, como están las cosas, tuvimos que
hacer algunos ajustes. En primer lugar hipotecar la casa, porque de mi
bono vacacional no me quedaron recursos para financiar el viaje. Era
previsible, entre el pago de tarjetas, reparación de electrodomésticos,
uniformes de colegio y seguro del carro, quedé totalmente rucho.
En segundo lugar, nos dedicamos a hacer
infinitas colas para comprar lo que sea, ya que teníamos el dato de que
en la isla lo único que se consigue es agua de mar y margariteños porque
hasta el pescado esta escaso. En tercer lugar, ofrecimos una promesa a
todos los santos y a la Virgen del Valle para que durante el viaje no
nos asalten ni los ladrones, ni los otros. Como es lógico, nos cuidamos
de que tal promesa no implicara aportes de recursos pecuniarios, no vaya
a ser que no podamos cumplirla y luego sea peor. Como bien aconseja
Héctor Lavoe, con los Santos no se juega. Por último, el chequeo al
carro. Esto supone ir al taller con la consabida cara de yo no fui,
similar a la que puso el Gato con Botas en Shrek, esperando que nuestro
mecánico de confianza nos diga que todo está en orden. El sustico previo
es natural, siempre está la angustia de que se le antoje al carro
cualquier achaque de esos que aparecen dos días antes de agarrar
carretera.
El recorrido fue normal, huecos por
todas partes, alcabalas de adorno; bombas de gasolina sin aceite para el
motor, liga de frenos ni baños limpios; vendedores ambulantes de casabe
o naiboas cobrando por sus mercancías lo que costaba una lata de caviar
o una langosta hace menos de tres años. Llegamos a Guanta y tuvimos que
hacer una larga espera para abordar el ferry. Los precios abordo son
tan elevados, que me sentí en el Queen Mary II, uno de los 5 cruceros más lujosos del mundo.
La incomodidad es tal que me sentí como si fuese trasladado por la
fuerza a trabajar en alguna plantación de algodón o en una Hacienda de
cacao. Por lo demás no me quejo, llegamos a Punta de Piedra sin mayores
contratiempos.
Ya en la isla me sentí como en Caracas,
pero sin el Ávila. No se consigue un remedio ni para remedio. Largas
colas para comprar los productos básicos, pero eso sí muy coloridas. La
pepa de sol obliga a turistas y oriundos a resguardarse del astro rey
con un arco iris de paraguas que da un ambiente alegre y carnavalesco.
Al igual que en mi añorada Caracas, son dos horas de cola para salir con
un potecito de margarina porque de lo demás, no hay o se acabó tres
personas antes de llegar al reparto de los productos.
Las playas, bellas como siempre, quizás
gracias a que el gobierno no ha encontrado manera de ajustarlas al Plan
de la Patria. De haber sido así, ya les hubiesen cambiado la dirección
de su oleaje, el color de sus aguas, sus niveles de sal y seguramente la
gente se bañaría de acuerdo al número de su cédula. La Margarita
nocturna desapareció. El temor a los asaltos, secuestros, robo de
vehículos, ha restringido a los turistas nacionales y a los pocos
extranjeros que se han atrevido a viajar. Prefieren permanecer en sus
hoteles o resorts viendo CNN en español o Con Cilia en Familia. Los
paseos diurnos también están limitados a menos que se tenga una
importante línea de crédito en la tarjeta. Comprar en la isla es más
caro que comprar en Caracas. Es como si tuvieses en Miami pero con
bolívares.
Conseguí a un colega de la universidad
en una de las playas. Me comentó que estaba contando los días para
regresar. Se le habían terminado las pastillas para la diabetes y no las
conseguía en ninguna farmacia de la isla. Me comentó que sin pastillas y
sin cerveza sus vacaciones habían culminado. La alternativa de una
botella de whisky era totalmente inviable, el precio de una equivalía a
los 5 pasajes en avión que había comprado para su familia. Con la vista
fija en el horizonte, a lo Pablo Coelho reflexionó en voz alta, “solo
supimos que éramos ricos cuando nos dimos cuenta que éramos pobres”. Le
brindé un Daiquirí que me costó un ojo de la cara, pero realmente se lo
merecía. Me conmovió. Ya de vuelta a Caracas lo que me queda es recoger
los vidrios rotos. Debo comenzar por sacar las cuentas para saber a cuál
acreedor contentar y, con lo poco que me haya quedado del Bono
vacacional, terminar de comprar los útiles de mi hija. Pero no todo está
perdido, aunque siempre está latente la posibilidad de declararme en
default, todavía puedo esperar pacientemente al mes de diciembre para
cobrar el Bono de Fin de año y equilibrar el presupuesto familiar. Así,
de seis meses en seis meses, sobrevive un profesor universitario en
Venezuela.
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