lunes, 13 de julio de 2015

Una Revolución cruel

María Lourdes Afiuni

Hay acciones que definitivamente son injustificables y que no pueden escudarse en esa sentencia tan manida por los sinvergüenzas y vivarachos de siempre. Hay límites hasta en la política, pero esto no parece preocupar a los socialistas del siglo XXI. Prueba de ello son los atropellos cometidos en estos 16 años

Cuando hablamos de la revolución bolivariana es inevitable que a uno se le cargue la mano. Y no se trata de prejuicios ideológicos, ni de apasionamientos políticos que impidan cierta objetividad al momento de evaluar las bondades de algunas acciones gubernamentales llevadas a cabo en estos últimos diez y seis años. Tampoco se trata de algún resentimiento acumulado porque no me dieron el contratico aquél, o porque despidieron a mi cuñada por no ir a la marcha, o porque a mi hija la dejaron varada en Argentina, porque CADIVI no le dio la gana de venderme los dólares para que continuara sus estudios. No, no se trata de facturas pendientes. Aunque si las tuviera, nadie me quitaría el derecho a hablar mal del gobierno, porque desde que tengo uso de razón en este país, con el beisbol y el 5 y 6, hablar pestes del gobierno siempre fue el deporte nacional; y nadie iba preso por eso.
Podrán decir que a través de la Misión Robinson alfabetizaron hasta a los que estaban por nacer, o que con la Misión Vivienda ya nadie duerme en refugios, o que ya no hay niños de la calle y si los hay, fueron puestos por la oposición por órdenes de Uribe, Obama, JJ Rendón o del mismísimo Francisco de Paula Santander. Podrán orgullosamente mostrar cifras de escolaridad que nadie cree, o de profesionales de dudosa calidad, que nadie contrataría para construir un puente, sanar un enfermo o defender a un preso.
Podrán gritarle al mundo que aquí se han hecho sopotosientas elecciones, ganando siempre los mismos, aunque saquen menos votos. Vociferarán a los cuatro vientos que hay libertad de expresión, sin mencionar jamás que el gobierno ha tenido total libertad de presión para que no se diga la verdad.
Enseñaran orgullosos premios como los de la FAO, otorgado a un país que cada día consume menos proteínas. El aparato de propaganda del gobierno ha sido muy eficaz. Son tan buenos simulando realidades que hasta ellos mismo se las creen. En más de una oportunidad hemos pillado a partidarios del régimen asegurar que con Chávez y su revolución se nacionalizó el petróleo o se logró la educación gratuita. Escucharlo de boca de humildes venezolanos da mucha tristeza, pero escucharlo de boca de altos dirigentes lo que da es mucha rabia. En el primer caso la protagonista es la ignorancia manipulada desde el poder, pero en el segundo, es el engaño avieso y doloso sin ningún ápice de ética ni moral.
Se podría argumentar que así es la política y que no es nuevo recurrir a mentiras y artimañas para conquistar o conservar el poder. Desde los tiempos de Maquiavelo se ha justificado toda patraña y marramusia porque “así es la política”. Con esta máxima embaucan a los pendejos para que acepten resignadamente los desafueros de quienes aspiran o detentan el poder con malas artes. Sin embargo, hay acciones que definitivamente son injustificables y que no pueden escudarse en esa sentencia tan manida por los sinvergüenzas y vivarachos de siempre. Hay límites hasta en la política, pero esto no parece preocupar a los socialistas del siglo XXI. Prueba de ello son los atropellos cometidos en estos 16 años. El espacio nos quedaría corto para enumerarlos, pero ha habido tres que desnudan la verdadera naturaleza de esta revolución. Seguramente no coincidiré con algunos de mis pocos lectores, pero usted tiene la oportunidad de escoger sus propios episodios, total son tantos que toda lista quedará incompleta.
Comenzaremos de atrás para adelante. El caso del desalojo en “Los Semerucos” el 25 de septiembre de 2003, fue quizás el inicio de una secuencia de atropellos contra la población que no ha parado. Ese día, piquetes de la Guardia Nacional arremetieron sin piedad contra mujeres, niños y ancianos para desalojarlos de manera violenta de sus viviendas ubicadas en un campo de PDVSA en la Península de Paraguaná, estado Falcón. El argumento esgrimido por el gobierno fue que “esas casas eran de la petrolera y no tenían porque estar habitadas por trabajadores que fueron despedidos como consecuencia del paro golpista”. Cualquier lector podría pensar que este desalojo fue legal ya que los trabajadores despedidos ya no tenían ningún tipo de relación laboral con la empresa, aunque para la fecha no se les habían pagado sus respectivas prestaciones sociales. Pero ese no es el asunto, aunque es bueno recordar que todavía hasta hoy, 12 años después, esos trabajadores no han recibido ni medio. Lo grave fue el asalto despiadado al filo de la madrugada y por sorpresa contra 130 familias indefensas. El atropello fue de tal magnitud que la Comisión de Derechos Humanos de la OEA abrió una investigación sobre el caso y dio 15 días al gobierno para que explicara el porqué de esa operación militar contra una población civil desarmada. Venezuela observó atónita esa agresión violenta, desmesurada, desproporcional e inmisericorde por parte de un gobierno vengativo y envalentonado, escudado en fusiles que fueron adquiridos para cualquier otra cosa menos para arremeter contra el pueblo.
El otro caso es el de Franklin Brito. Todavía queda en el recuerdo aquella infeliz expresión del ministro: “Franklin Brito huele a formol”. Fue despojado de sus tierras por una revolución terrófaga. Era lo único que tenia aparte de su esposa e hija. El gobierno observó impasible como moría de mengua, en una huelga de hambre que no le hizo aguar el ojo a ninguno de los representantes de esa revolución humanista y llena de amor que nos tiene hasta la coronilla a la mayoría de los venezolanos. La agonía de Brito fue objeto de risas, burlas y ofensas por parte del alto gobierno. Su dignidad fue pisoteada al tildarlo de loco y extravagante. Llegaron a decir que su petición no tenía ningún fundamento y hasta lo calificaron de chantajista, poniendo en duda su honestidad e integridad como persona. Su muerte nos atraganto un grito de indignación, pero dejo sin pantalones a quienes nunca estarán a su altura.
Por último, y ojalá sea el último, es el caso de la Juez María de Lourdes Afiuni. Su delito, haber cumplido con su deber de impartir justicia sin hacer caso a presiones ni chantajes. El mandamás de la comarca la echó a los leones de manera pública, haciendo gala del poder de su largo brazo. La condenó a 30 años en cadena nacional. Lo demás fue pura formalidad. Las instancias judiciales actuaron y cumplieron. No se le comprobó nada, pero había que vejarla y humillarla. Debía pagar caro su atrevimiento. Osar contrariar al Jefe no es algo de lo que se sale liso. Hasta aquí es suficientemente grave. Pero lo que se conoció después ha merecido el repudio de todo el país, salvo algunas deshonrosas excepciones. Fue violada y agredida en las celdas del INOF. Pudimos enterarnos porque de manera valiente le salió al paso a las infames declaraciones que intentaron desmentir tales hechos ante instancias internacionales de Derechos Humanos. No sabría decir que causo más estupor y rabia, la terrible historia de las agresiones recibidas o el uso de pruebas falsas para tratar de echar tierra a los ojos de los caballerosos funcionarios internacionales que se tuvieron que calar las groserías y la falta de modales de la quien está llamada a garantizar la legalidad de los actos de gobierno. Hay otros casos: los policías metropolitanos, Simonovis, los muertos de Amuay con su “Show debe continuar”; la indiferencia ante los crímenes de los colectivos, etc. Pero los 3 narrados aquí retratan en cuerpo y alma a una revolución ruin y cruel.

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