Una Revolución cruel
Hay acciones que definitivamente son
injustificables y que no pueden escudarse en esa sentencia tan manida
por los sinvergüenzas y vivarachos de siempre. Hay límites hasta en la
política, pero esto no parece preocupar a los socialistas del siglo XXI.
Prueba de ello son los atropellos cometidos en estos 16 años
Cuando hablamos de la revolución
bolivariana es inevitable que a uno se le cargue la mano. Y no se trata
de prejuicios ideológicos, ni de apasionamientos políticos que impidan
cierta objetividad al momento de evaluar las bondades de algunas
acciones gubernamentales llevadas a cabo en estos últimos diez y seis
años. Tampoco se trata de algún resentimiento acumulado porque no me
dieron el contratico aquél, o porque despidieron a mi cuñada por no ir a
la marcha, o porque a mi hija la dejaron varada en Argentina, porque
CADIVI no le dio la gana de venderme los dólares para que continuara sus
estudios. No, no se trata de facturas pendientes. Aunque si las
tuviera, nadie me quitaría el derecho a hablar mal del gobierno, porque
desde que tengo uso de razón en este país, con el beisbol y el 5 y 6,
hablar pestes del gobierno siempre fue el deporte nacional; y nadie iba
preso por eso.
Podrán decir que a través de la Misión
Robinson alfabetizaron hasta a los que estaban por nacer, o que con la
Misión Vivienda ya nadie duerme en refugios, o que ya no hay niños de la
calle y si los hay, fueron puestos por la oposición por órdenes de
Uribe, Obama, JJ Rendón o del mismísimo Francisco de Paula Santander.
Podrán orgullosamente mostrar cifras de escolaridad que nadie cree, o de
profesionales de dudosa calidad, que nadie contrataría para construir
un puente, sanar un enfermo o defender a un preso.
Podrán gritarle al mundo que aquí se han
hecho sopotosientas elecciones, ganando siempre los mismos, aunque
saquen menos votos. Vociferarán a los cuatro vientos que hay libertad de
expresión, sin mencionar jamás que el gobierno ha tenido total libertad
de presión para que no se diga la verdad.
Enseñaran orgullosos premios como los de
la FAO, otorgado a un país que cada día consume menos proteínas. El
aparato de propaganda del gobierno ha sido muy eficaz. Son tan buenos
simulando realidades que hasta ellos mismo se las creen. En más de una
oportunidad hemos pillado a partidarios del régimen asegurar que con
Chávez y su revolución se nacionalizó el petróleo o se logró la
educación gratuita. Escucharlo de boca de humildes venezolanos da mucha
tristeza, pero escucharlo de boca de altos dirigentes lo que da es mucha
rabia. En el primer caso la protagonista es la ignorancia manipulada
desde el poder, pero en el segundo, es el engaño avieso y doloso sin
ningún ápice de ética ni moral.
Se podría argumentar que así es la
política y que no es nuevo recurrir a mentiras y artimañas para
conquistar o conservar el poder. Desde los tiempos de Maquiavelo se ha
justificado toda patraña y marramusia porque “así es la política”. Con
esta máxima embaucan a los pendejos para que acepten resignadamente los
desafueros de quienes aspiran o detentan el poder con malas artes. Sin
embargo, hay acciones que definitivamente son injustificables y que no
pueden escudarse en esa sentencia tan manida por los sinvergüenzas y
vivarachos de siempre. Hay límites hasta en la política, pero esto no
parece preocupar a los socialistas del siglo XXI. Prueba de ello son los
atropellos cometidos en estos 16 años. El espacio nos quedaría corto
para enumerarlos, pero ha habido tres que desnudan la verdadera
naturaleza de esta revolución. Seguramente no coincidiré con algunos de
mis pocos lectores, pero usted tiene la oportunidad de escoger sus
propios episodios, total son tantos que toda lista quedará incompleta.
Comenzaremos de atrás para adelante. El
caso del desalojo en “Los Semerucos” el 25 de septiembre de 2003, fue
quizás el inicio de una secuencia de atropellos contra la población que
no ha parado. Ese día, piquetes de la Guardia Nacional
arremetieron sin piedad contra mujeres, niños y ancianos para
desalojarlos de manera violenta de sus viviendas ubicadas en un campo de
PDVSA en la Península de Paraguaná, estado Falcón. El argumento
esgrimido por el gobierno fue que “esas casas eran de la petrolera y no
tenían porque estar habitadas por trabajadores que fueron despedidos
como consecuencia del paro golpista”. Cualquier lector podría pensar que
este desalojo fue legal ya que los trabajadores despedidos ya no tenían
ningún tipo de relación laboral con la empresa, aunque para la fecha no
se les habían pagado sus respectivas prestaciones sociales. Pero ese no
es el asunto, aunque es bueno recordar que todavía hasta hoy, 12 años
después, esos trabajadores no han recibido ni medio. Lo grave fue el asalto despiadado al filo de la madrugada y por sorpresa contra 130 familias indefensas.
El atropello fue de tal magnitud que la Comisión de Derechos Humanos de
la OEA abrió una investigación sobre el caso y dio 15 días al gobierno
para que explicara el porqué de esa operación militar contra una
población civil desarmada. Venezuela observó atónita esa agresión
violenta, desmesurada, desproporcional e inmisericorde por parte de un
gobierno vengativo y envalentonado, escudado en fusiles que fueron
adquiridos para cualquier otra cosa menos para arremeter contra el
pueblo.
El otro caso es el de Franklin Brito. Todavía queda en el recuerdo aquella infeliz expresión del ministro: “Franklin Brito huele a formol”. Fue despojado de sus tierras por una revolución terrófaga.
Era lo único que tenia aparte de su esposa e hija. El gobierno observó
impasible como moría de mengua, en una huelga de hambre que no le hizo
aguar el ojo a ninguno de los representantes de esa revolución humanista
y llena de amor que nos tiene hasta la coronilla a la mayoría de los
venezolanos. La agonía de Brito fue objeto de risas, burlas y ofensas
por parte del alto gobierno. Su dignidad fue pisoteada al tildarlo de
loco y extravagante. Llegaron a decir que su petición no tenía ningún
fundamento y hasta lo calificaron de chantajista, poniendo en duda su
honestidad e integridad como persona. Su muerte nos atraganto un grito
de indignación, pero dejo sin pantalones a quienes nunca estarán a su
altura.
Por último, y ojalá sea el último, es el
caso de la Juez María de Lourdes Afiuni. Su delito, haber cumplido con
su deber de impartir justicia sin hacer caso a presiones ni chantajes.
El mandamás de la comarca la echó a los leones de manera pública,
haciendo gala del poder de su largo brazo. La condenó a 30 años en
cadena nacional. Lo demás fue pura formalidad. Las instancias judiciales
actuaron y cumplieron. No se le comprobó nada, pero había que
vejarla y humillarla. Debía pagar caro su atrevimiento. Osar contrariar
al Jefe no es algo de lo que se sale liso. Hasta aquí es
suficientemente grave. Pero lo que se conoció después ha merecido el
repudio de todo el país, salvo algunas deshonrosas excepciones. Fue
violada y agredida en las celdas del INOF. Pudimos enterarnos porque de
manera valiente le salió al paso a las infames declaraciones que
intentaron desmentir tales hechos ante instancias internacionales de
Derechos Humanos. No sabría decir que causo más estupor y rabia, la
terrible historia de las agresiones recibidas o el uso de pruebas falsas
para tratar de echar tierra a los ojos de los caballerosos funcionarios
internacionales que se tuvieron que calar las groserías y la falta de
modales de la quien está llamada a garantizar la legalidad de los actos
de gobierno. Hay otros casos: los policías metropolitanos, Simonovis,
los muertos de Amuay con su “Show debe continuar”; la indiferencia ante
los crímenes de los colectivos, etc. Pero los 3 narrados aquí retratan
en cuerpo y alma a una revolución ruin y cruel.
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