lunes, 27 de abril de 2020

¿Hablamos con la verdad o seguimos conversando?, por Tulio Ramírez


Estoy seguro que en todas las sociedades pasa lo mismo. Es muy natural que se anclen en el imaginario colectivo, mitos, leyendas, épicas, héroes, frases hechas, atributos culturales y autopercepciones sobredimensionadas que sirven de fulcro para levantar la autoestima general y calificar los errores, negligencias e impericias cometidos, como meros accidentes históricos que no alteran la esencia idiosincrática de la nación.
Son formas de resiliencia que las sociedades adoptan inconscientemente como mecanismo de supervivencia ante las adversidades que ponen en cuestionamiento “la marca y sus atributos”. En Venezuela esa marca con sus atributos la hemos llamado “la venezolanidad” o el “ser venezolano”. Esas construcciones simbólicas se erigen en una suerte de muralla ante la presencia de realidades que pudieran poner en entredicho “la marca” que nos distingue. 
Con esas palabras domingueras y hasta pretenciosas, lo que pretendo decir es que pasamos parte de nuestra vida cayéndonos a coba para mantener a flote ese fulano “orgullo de ser venezolano”.
Seamos claros, nos autoengañamos y tratamos de engañar al mundo, justificando los errores que hemos cometido como pueblo. Cada metida de pata se la atribuimos a la mala racha, al engaño de terceros, a Trump, a Fidel, a Guaidó, a Páez, al chichero de la esquina, menos a nosotros, porque “somos un pueblo echao pa’lante, trabajador, honesto, solidario, y que siempre está en todas”.
Nunca nos atribuimos la culpa de nada, ni asumimos la responsabilidad de nuestros errores. Por ejemplo, cómo cuesta conseguir a alguien que diga que “la puso completica” cuando votó por Chávez. Ahora nadie fue. Cuando alguien menciona que no fueron extraterrestres sino nosotros los venezolanos, la gente voltea y dice “habrás sido tú, porque yo nunca fui chavista mijito”. Como si uno no recordara quienes iban a esos mítines en la Avenida Bolívar. Pero esto es solo una muestra. 
Nos retorcemos la boca afirmando que “Venezuela es un pueblo con una educación de primera”. De que la tuvimos, la tuvimos, es cierto. Allí están los empleadores en todo el mundo que lo pueden corroborar. Pero ya eso hoy no es tan cierto y nadie lo quiere asumir.
Lo que hemos visto por VTV no es un hecho aislado. Esas maestras y sus errores inexcusables son la punta del iceberg de la piratería y la negligencia ministerial. Son ellas un reflejo de lo que está pasando en las aulas de la mayoría de las escuelas, aunque no en todas, afortunadamente. Al final del año escolar, cuando “los pasen a todos”, estaremos orgullosos de nuestros hijos, barriendo la basurita de la mediocridad por debajo de la alfombra.
Nos enorgullecemos diciendo al mundo que “el venezolano es alegre, solidario y se ríe ante la adversidad”. Esta afirmación es insostenible hoy día. Solo hay que salir a la calle para ver caras llenas de tristeza y angustia. Son los rostros típicos de quienes vive en socialismo.
No es mera casualidad que el número de suicidios haya aumentado en los últimos años. Estoy seguro que los motivos más recurrentes no estuvieron ligados a cachos y traiciones. Reto a quien anda sin un cobre en la cartera o con un miserable sueldo que lo batuqueó del estrato B al D o al E, a que me diga que es un venezolano feliz y antiparabólico. 
Creo que debemos sacudirnos y comenzar a hablar con la verdad, aunque nos tilden de aguafiestas. Nombrar las cosas por su nombre puede ser el comienzo de la solución. Insisto, porque lo he mencionado en otro artículo, me niego a ser como “el Comenabos”, ese personaje de la Radio Rochela quien, en el hueso y con cara de hambre, le decía a su interlocutor con voz apagada “Yo, me siento bien, yo me siento saludable”. Claro, siempre podemos optar por esconder la verdad, seguir conversandito y aquí no ha pasado nada.

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