miércoles, 22 de julio de 2020

El imperio de la ley


No vaya a ser que me la apliquen, por Tulio Ramírez


En 1.933, las Cortes de la II República española, decidieron que era necesario redactar una ley para perseguir a los sujetos de “dudosa moral”. Previo a esto los castigos solo se limitaban a multas administrativas a quienes eran sorprendidos en actos reñidos con las buenas maneras. Vagos, proxenetas, mendigos, apostadores en juegos ilícitos, ebrios y toxicómanos habituales, eran constantemente multados, hasta que se dieron cuenta de lo ineficaz de esta medida, porque las joyitas ni pagaban la multa ni dejaban de joder.
Hartos de que les jugaran la “guayaqueta”, las Cortes del reino español encomendaron a los eminentes abogados y académicos Mariano Ruiz Funes y Luís Jiménez de Asúa, la tarea de elaborar una ley que impusiera severos castigos al malandraje de esos tiempos. Así, se redactó la famosa Ley de Vagos y Maleantes, aprobada, por cierto, con el voto de todos los diputados de izquierda.
Ya no se le daría un inocuo “pao pao y pasa por taquilla” a los vivianes, ahora se les impondría, además de la multa, un encierro por 15 días, lo que se podía hacer tantas veces fuesen atrapados sin evidenciar que estaban haciendo algo útil como trabajar. Era una ley preventiva que partía del siguiente principio “te meto preso aunque no estés haciendo nada, para evitar que hagas algo malo”. Luego, el Dictador Franco extendió la persecución a los homosexuales. A lo mejor Fidel y el Che se inspiraron en esta ley para perseguir a los de la isla.
En Venezuela, la Ley de Vagos y Maleantes se aprobó en 1939. Tuvo reformas en 1943 y en 1956, para finalmente anularse por inconstitucional en 1997, Durante casi 60 años se aplicó a discreción. Prueba de ello está en el numeral 14 del artículo 3, que consideraba sin más como maleantes a “quienes observen conducta reveladora de inclinación al delito…”. O sea, la sola sospecha de que alguien va a cometer un delito era prueba suficiente para llevárselo preso. Se partía de la presunción de culpabilidad y no de la de inocencia.
Cómo en España, la discrecionalidad fue el hilo conductor en la aplicación de esta ley. Además de mandar para El Dorado a los etiquetados como “vagos y maleantes”, no pocas veces la utilizaron para meter en chirona a los amantes de las infieles esposas de alguno que otro “chivo” o para aplicar “castigos ejemplarizantes” a jóvenes revoltosos opositores a los gobiernos de turno.
Para 1997 fue anulada por inconstitucionalidad por sentencia de la, para entonces, Corte Suprema de Justicia. Sin embargo, en el mismo fallo se le deja vigente hasta tanto el congreso la sustituya por otra ley. En el año 2005 se reforma el Código Penal donde se reafirma la presunción de inocencia. De tal manera que nadie podía ser detenido por que su aspecto o caminao “se parece igualito al de un ladrón”.
Así pues, se eliminó esta dañina y perniciosa ley para acabar con los abusos del poder. Ya los ciudadanos podían estar tranquilos, no se detendría a nadie por antojo de algún policía “chopo e’ piedra” celoso o vengativo, o por algún juez “haciéndole el mandado a un superior”. Esa barajita ya no existiría más. La presunción de inocencia, el debido proceso y el respeto a los derechos humanos imperarían de ahora en adelante.
En 2017 la revolución aprobó la llamada Ley Constitucional contra el Odio, por la Convivencia Pacífica y la Tolerancia. Por razones de seguridad personal me abstendré de comentar sobre ella. No vaya a ser que me la apliquen y me encarcelen sin previo juicio acusándome de instigación al odio. Lo declaro de una vez por si acaso, nunca he odiado a alguien, ni a ellos.

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