Ya basta amigo
Te entiendo amigo, te metieron en una vorágine
de la cual te cuesta salir. Esos niveles de represión bestializan al
mejor ser humano. Lo peor es que mañana, los mismos que hoy atropellas
con tanta saña, serán los que seguramente solicitarás para que te
resuelvan un problema
Correteábamos
por el barrio desde muy pequeños. Éramos 11 y no nos llevábamos un año
de diferencia. Tú fuiste el más tremendo. Recuerdo aquella vez que te
jubilaste del Liceo y nadie sabía de ti. Tu madre desesperada visitó
cada una de nuestras casas y no sabíamos nada de tu paradero. Al caer la
tarde fue al Hospital, a la Policía y hasta a los bares cercanos, no
vaya a ser. La búsqueda fue infructuosa y al caer la noche, la angustia
comenzó a adueñarse de los vecinos. Pasada la medianoche apareciste
sucio, sin los libros y con el rostro lleno de felicidad. La escapada a
la playa con la muchacha de servicio de Doña Carmen bien valía el regaño
y el castigo. Eso fue lo que nos dijiste no sin antes vanagloriarte de
los morados causados por los azotes que, con el cable de la máquina de
coser, te propinó tu padre aquel glorioso día. Así creciste, siempre
eludiendo la escuela y la rutina. Mientras tus amigos se enfocaban en
los estudios, tú lo hacías en la aventura. El placer de las victorias
rápidas te seducía. Eso te apartó de la escuela, más no del buen camino.
Con el tiempo nos fuimos dispersando.
Juan, Ramón y Andrés se casaron muy temprano y se dedicaron al trabajo,
Luís, Edgar y yo proseguimos los estudios y hoy somos profesionales.
Orlando y Raúl se entregaron a la vida loca del dinero fácil y los
vicios riesgosos, lamentablemente ya no están en este mundo. Marlon y
Carlos están en la cárcel, lo que es casi decir que están demasiado
cerca del otro mundo. Tu caso fue distinto. Si bien no estudiaste, no
caíste en la tentación del delito ni del mal vivir. A pesar de que eras
entrador y bien parecido, no embarazaste a ninguna de las chicas del
sector, ni estafaste a ningún desprevenido, mucho menos incursionaste en
el peligroso mundo de las drogas o el alcohol. Sí tenías un problemita y
no lo puedes negar, la disciplina del trabajo te era huidiza. Eso hizo
que tu padre, un viejo sargento jubilado de la Guardia Nacional, te
llevara casi a rastras a su antiguo Destacamento, donde rogó que te
admitieran. El temor a que te hicieras viejo bajo su techo y la
posibilidad de verse obligado a trabajar para mantenerte, lo hizo tomar
esa drástica determinación.
Al principio fue muy dura tu vida
militar, te escuche comentar en una de esos sábados de cervecitas en la
bodega del portu Felipe. Los entrenamientos agotadores, las levantadas
al alba, los baños con agua fría, las interminables guardias, la comida
insufrible, calarse los caprichos de los superiores, pintar cada 3 meses
la casa de playa del General, escoltar las amantes de los oficiales a
sus casas a altas horas de la madrugada y luego cargar las bolsas de las
esposas cuando van de compras, eran parte de las actividades que te
hicieron pensar en la deserción en más de una ocasión. Sin embargo te
aguantaste. La ilusión de que en cualquier momento te trasladaran a
alguna Aduana te mantenía firme. Los cuentos sobre compras de
apartamentos y carros por parte de los afortunados transferidos a esos
puestos de frontera, eran la comidilla en el comando. Incluso, llegaste a
comentar que te darías por bien servido si te destacaran en la Alcabala
de Peracal en el estado Táchira. Sin embargo, tanto esperar y mira lo
que te pusieron a hacer: agredir a la gente por protestar.
Con razón ya no te dejas ver por el
Barrio. Pedro José, tu padre, nunca da razón de ti y Rosaura, tu madre, a
veces deja soltar que estas muy malhumorado y que por eso no sales. Te
entiendo amigo, te metieron en una vorágine de la cual te cuesta salir.
Esos niveles de represión bestializan al mejor ser humano. Lo peor es
que mañana, los mismos que hoy atropellas con tanta saña, serán los que
seguramente solicitarás para que te resuelvan un problema de salud,
legal, laboral, espiritual o simplemente para que te tiendan una mano en
un momento de apremio. Son tus compatriotas hermano. Son los
venezolanos de siempre, los mismos a los que alude el Himno Nacional y
por los que te has sentido orgulloso cuando ponen en alto el nombre de
Venezuela por sus hazañas deportivas, científicas, artísticas o
simplemente por ser buenos ciudadanos. En fin, son los mismos que lloran
igual que tú al escuchar el Alma Llanera o esa bella canción compuesta
por los españoles Herrero y Armenteros, llamada Venezuela. Ya basta, te
lo pido de corazón, no te sigas manchando las manos de sangre. Mira que
esa vida que mañana posiblemente apagues con un tiro certero, puede ser
la mía, la de tu amigo del alma. Piénsalo. Saludos.
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